Derecho al pataleo
El hecho de que este asunto nos aburra y nos cabree –a cada uno por razones distintas– a partes iguales, no va a hacer que desaparezca el problema
Madrid
He de confesarles que tenía esperanzas de que esto cambiara; que con el nuevo año saliéramos del bucle, pero debo reconocer que era una esperanza absolutamente infundada; más fruto de ese optimismo irredento que algunos profesamos que de un análisis racional.
Tenemos lío catalán y español para rato. Aquí no se mueve nada ni nadie. Bueno, sí, Puigdemont ha viajado a Copenhague y Rajoy a Castellón. Uno ha insistido en que la sombra de Franco es alargada y el otro en que a los españoles nos va mejor cuando viajamos en el mismo tren. Bien es verdad que Rajoy inauguraba el ave Madrid-Castellón y ha llegado con casi veinte minutos de retraso. O sea que ¿señal del cielo, casualidad incómoda? da igual, porque el presidente del gobierno mantiene su propia velocidad de crucero bajo la máxima: ley, ley y sólo ley.
Por eso el tribunal supremo sigue también su propio ritmo, puede permitirse el lujo de ignorar el viaje a Dinamarca de Puigdemont y mantiene en la cárcel, de forma preventiva, a varios líderes independentistas en una situación que a ojos de bastante gente –dentro y fuera de catalunya– tiene toda la pinta de un escarmiento exagerado, por no llamarlo directamente escándalo.
Así lo veo yo. Sí, porque esto además le permite a Puigdemont alimentar el discurso del agravio, de la persecución, de la incomprensión, del enemigo español y así seguimos. ¿Y por qué les cuento todo esto si más o menos ya lo saben? Pues por algo muy sencillo: porque el hecho de que este asunto nos aburra y nos cabree –a cada uno por razones distintas– a partes iguales, no va a hacer que desaparezca el problema.
Así que a los optimistas antropológicos, a los mal llamados equidistantes, y a los que no comulgamos ni con la ilegalidad flagrante ni con las porras y los jueces como sustitutos de la política, bueno, pues tendremos que comernos el optimismo –y más cosas– pero nos queda el derecho al pataleo; y a decir lo que pensamos. Y yo, personalmente, no pienso renunciar a eso.