Los chicos también lloran

Beirut

Cuando yo estudiaba en La Salle, si alguien se caía en el patio y le daba por llorar los demás le cantábamos a coro: “¡ne-na-za, ne-na-za”! Poco importaba si el accidente había provocado rasguños en la rodilla o una rotura de brazo; la sentencia era inapelable: nenaza. Todos habíamos mamado aquella doctrina de que “los hombres no lloran”, que bien pensado era una forma de sectarismo; y de represión. Me acordé el otro día cuando todo un padre de familia, con cuatro hijos a cuestas y 43 años vividos por medio mundo, se derrumbó ante el micrófono como un castillo de naipes.

Pablo Alcalde es ingeniero, pero no construye castillos; ni naipes ni de nada. Se dedica a perforar pozos, repartir tanques de agua y colocar letrinas en cualquier lugar donde la guerra, el hambre, la miseria, las enfermedades, la naturaleza, o todos juntos han conspirado para crear un escenario de muerte. O sea que las ha visto de todos los colores; por eso creo que él mismo se sorprendió cuando las lágrimas abortaron de cuajo sus palabras. Hablaba de padres que no pueden dar a sus hijos lo que necesitan; y ahí se bloqueó. Ver tanto sufrimiento no le ha vacunado contra el dolor ajeno; ni contra la vergüenza. Por eso no le pregunté si lloraba de pena o de rabia. Pero sí sé que compartimos uno de esos momentos de verdad que a veces te regala la radio. Pablo Alcalde está en Siria, trabaja en Acción contra el Hambre y no es ninguna nenaza; es un héroe civil, de nuestro tiempo. Cuando lea esto último volverá a llorar….pero de risa, porque dice que soy un exagerado. Yo creo que no.