La juventud baila

Al principio, detestaba a Village People. En aquella época, yo pensaba que hacían música hortera. Bueno, me gustaban, pero no lo reconocía. Los había encasillado en la categoría de es divertido, pero no es música. Imposible perdonarles que fuesen pegadizos. Nos hacemos intransigentes por miedo. Entonces, me metí en la secta de los que les gusta lo mismo para parecer diferentes. Con los libros, también me sucedía. Le declaré la guerra a los best sellers. Un sábado por la tarde, salieron los Village People en el programa Aplauso y vi que eran como los Madelman. Pero en vez de representar aventuras, representaban a gente corriente de la calle. Sin embargo, incluso así los sentía ajenos. Para ser creíbles, en los Village People de España, en vez de un obrero con camisa de cuadros, tendría que haber un parado con la hoja de sellar, y en vez de un tipo disfrazado de vaquero, un pastor con zamarra, y un padre de familia con un 600 en vez de un motero, y un pescador de aguas territoriales en vez de alguien vestido de Levando anclas, y un gris con botes de humo en vez de un poli americano y, en vez de alguien haciendo el indio, podríamos poner a Jaime de Mora y Aragón. Y ya reunidos todos, aplicarles la ley de peligrosidad social por ser gays. Siempre daban cosas especiales en la tele los sábados por la tarde, como películas antiguas, concursos de hípica con los caballos tropezando con las vallas, o el torneo de rugby de las Cinco Naciones (ahora participan más naciones y la emisión es de pago). Desde aquellos días, el nombre de Village People siempre lo he llevado asociado a los nombres de Fradejas y Nacho Logan. Pero, a partir de esta semana, jamás podré separar Village People de Donald Trump. He aprendido la lección: no te fíes de la gente que parece un Madelman.