¿Por qué en las ensaladas vegetarianas casi siempre hay atún, gambas o jamón?
En casa somos omnívoros, pero nuestro familiar vegetariano viene a comer de vez en cuando y eso me obliga a un continuo ejercicio de imaginación culinaria
Madrid
Hace ya algún tiempo que una persona de nuestra familia decidió adoptar la dieta vegetariana o, mejor dicho, ovolactovegetariana, puesto que también consume huevos y productos lácteos.
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En casa somos como los osos: animales omnívoros, que nos alimentamos con los recursos disponibles, sin desdeñar la carne, el pescado, las frutas, las verduras o las legumbres. Pero nuestro familiar viene a comer a casa de vez en cuando, sobre todo en fines de semana o en las fiestas, y en esas ocasiones yo procuro preparar una comida vegetariana para todos. Y eso me obliga a un continuo ejercicio de imaginación culinaria para no ofrecer siempre ensaladas.
Gracias al vegetariano de la familia me he dado cuenta del privilegio que supone vivir en un país en el que se producen y comercializan, a precios razonables, toda clase de verduras y frutas que en otros países —incluso cercanos— constituyen un auténtico lujo. Pero aquí vamos a cualquier frutería o al supermercado y encontramos un cuerno de la abundancia de verduras, frutas y hortalizas, la mayoría de temporada, entre las que podemos elegir.
La preparación de esas comidas familiares me ha obligado a explorar las infinitas posibilidades ovolactovegetarianas de la cocina tradicional. Desde la tortilla de patatas o de calabacín hasta la escalivada o los calçots catalanes, desde el arroz con verduritas hasta las setas a la plancha o los champiñones al ajillo, desde el pisto manchego hasta la ratatouille provenzal, desde las cremas de verduras o el gazpacho hasta las patatas viudas que mi madre preparaba con ajo, cebolla, pimiento y azafrán, hay en la cocina de toda la vida muchos platos para elegir; baratos y sabrosos, populares, surgidos de la imaginación y de la necesidad, porque no siempre ni en todas partes ni todo el mundo podía conseguir carne o pescado para comer.
Preparo a veces guisantes solo ligeramente rehogados; coliflor en ajada, que lleva patata cocida, huevo duro y un diente de ajo laminado y frito en aceite con pimentón, una preparación que me enseñó un amigo gallego; revueltos de setas o de ajos tiernos, judías verdes con tomate, puerros cocidos con vinagreta o, cuando es temporada, unos buenos espárragos frescos. La pasta también se puede hacer con verduras, con setas o con aceite y hierbas, como en la famosa salsa pesto, que nació en la región de Génova y ahora es conocida en todo el mundo. La cocina oriental nos sugiere tempuras o verduras al wok o sopas con algas; la de Oriente Medio y el Norte de África, humus, cuscús o tabulé. Por no hablar de las infinitas posibilidades de las legumbres: pochas o alubias con setas, garbanzos con espinacas, lentejas con arroz. Pero del plato del que estoy más orgullosa es uno de inspiración ligeramente india: las lentejas con cebolla, manzana y curri, que me salen muy bien.
Tengo también varios amigos vegetarianos y salir a comer con ellos siempre es un problema, porque ni en las cartas ni en los menús del día suele haber platos adecuados para su dieta; hasta en las ensaladas aparecen casi siempre atún, gambas, salmón ahumado o láminas de jamón.
No me explico por qué: en un país como el nuestro, en el que toda la vida se han comido verduras y legumbres en múltiples preparaciones caseras, resultaría muy fácil incluir en las cartas y los menús por lo menos un primer plato y un segundo de esa comida lactovovegetariana que siempre ha estado aquí, aunque nos resulte tan familiar que ni siquiera nos damos cuenta.