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Muro Berlín

La historia no terminó con la caída del Muro de Berlín, comenzó de nuevo

Se cumplen 30 años de la caída del Muro de Berlín, símbolo de la guerra fría que dividió Alemania en dos

La historia no terminó con la caída del Muro de Berlín / PhotoAlto/James Hardy (Getty Images)

La historia no terminó con la caída del Muro de Berlín

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Se cumplen 30 años de la apertura del Muro de Berlín, forzada por los entusiasmados habitantes de la parte oriental de Berlín en respuesta al erróneo anuncio de la derogación de las leyes que impedían viajar al extranjero por parte de Günter Schabowski, secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED).

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El Muro, símbolo de la guerra fría y línea divisoria del espacio físico de Berlín desde 1961, caía ante las irrefrenables fuerzas del cambio que recorrían el Bloque del Este y se expandían a lo largo del globo en la década de los 80. Las demandas de cientos de miles de alemanes del este quedaron claras durante las semanas de manifestaciones en toda la RDA, que culminaron con la rueda de prensa ofrecida por un Schabowski que, sometido a una gran presión, declaró:

Hemos decidido implementar una regulación que permitirá a los ciudadanos de la República Democrática Alemana que así lo deseen abandonar Alemania Oriental a través de cualquiera de los puntos fronterizos habilitados para tal fin.

Schabowski proclamó que la autorización entraría en vigor con carácter inmediato, aunque la orden oficial estipulaba que sería válida a partir de las 4 de la madrugada del día siguiente. La noticia corrió como la pólvora y miles de berlineses del este acudieron a los puntos de control para comprobar que la información fuera cierta. Por la noche, algunos habitantes de la capital oriental conseguían traspasar la frontera, la multitud bailaba sobre el Muro y el comunismo daba un paso más hacia su desaparición en el este de Europa.

La RDA seguía los pasos de Hungría, que había abierto la frontera que le separaba de Austria en junio de 1989, y de Polonia, que había elegido en agosto del mismo año por primera vez desde 1946 a un primer ministro no comunista. Después de la apertura del Muro, la Revolución de Terciopelo condujo al dramaturgo y activista por los derechos humanos Václav Havel a convertirse en presidente de Checoslovaquia, mientras que Bulgaria y Rumanía aprovecharon la ola democrática que recorría el este del continente y Lech Wałęsa fue el primer presidente elegido en las urnas por los polacos.

El fin de la historia

Grieta en el Muro

Grieta en el Muro / Junophoto

Grieta en el Muro

Grieta en el Muro / Junophoto

Este cúmulo de movimientos parecía confirmar la teoría del politólogo Francis Fukuyama, que en un artículo publicado en verano de 1989 por la revista estadounidense The National Interest había proclamado que la historia había tocado a su fin. Fukuyama escribió que “el desarrollo de los acontecimientos acaecidos a lo largo de esta última década” dificultaba profundamente “evitar la sensación de que había ocurrido algo extraordinario en la historia mundial”. El politólogo reflejó así su pensamiento:

No se trata únicamente del fin de la guerra fría o la desaparición de un período determinado de la historia de la posguerra, sino que es el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano.

El liberalismo triunfaba en el “reino de las ideas”, y 1989 fue el año en que se vivió “el triunfo de occidente” y se impusieron “las ideas de occidente”. Se habían agotado “todas las alternativas posibles al liberalismo occidental” y se produciría entonces “la propagación inevitable de la cultura de consumo occidental” en todo el mundo.

El alegato de Fukuyama gozó de una gran relevancia. La organización de las clases trabajadoras se había diluido en países como Reino Unido tras la huelga de los mineros, el socialismo era rechazado por la mitad de Europa y los partidos socialistas democráticos experimentaron grandes cambios al abrazar el libre mercado.

Como colofón, los vientos de cambio que derribaron el Muro confirmaron su energía cuando la globalización llegó a Moscú con la apertura del primer McDonald’s en enero de 1990. Ese mismo año, la República Democrática Alemana dejó de existir cuando Alemania fue reunificada, y Mijaíl Gorbachov puso fin a la Unión Soviética de manera pacífica en diciembre de 1991.

Incluso algunos de los socios de los contendientes norteamericanos en la guerra fría recibieron esta nueva era con los brazos abiertos y emprendieron su transformación en democracias liberales. Chile se deshizo del dictador Augusto Pinochet en 1988, que sería sucedido un año después por Patricio Aylwin, de la Concertación de Partidos por la Democracia, elegido en las urnas tras 17 años de dictadura. En Sudáfrica, Nelson Mandela abandonó la cárcel, el apartheid terminó y Madiba se convirtió en presidente en 1994.

Si tenemos en consideración todos estos acontecimientos políticos, parece que el fin de las diferencias ideológicas vaticinadas por Fukuyama fue cierto. El capitalismo había ganado el debate económico mantenido a lo largo de todo el siglo, la democracia liberal reclamaba su recompensa política como sistema y hacia finales de la década de los 90 existía casi el mismo número de estados democráticos como de no democráticos.

Sin embargo, a pesar del provisional triunfalismo de la teoría de Fukuyama, no llegó a producirse la esperada “edad dorada” de la democracia liberal.

Sin seguridad en el proceso

Los 90 estuvieron impregnados de una indudable pátina de democracia liberal. El comunismo había dejado su lugar al consumismo y los ciudadanos de los países de Europa del Este ejercieron su derecho al voto en elecciones democráticas por primera vez en varias décadas. En la política occidental, Bill Clinton, referente de los nuevos demócratas estadounidenses, resolvió con éxito los dos comicios a los que se presentó, mientras que el nuevo laborismo de Tony Blair conseguía la primera de sus tres victorias. En Australia, el Partido Laborista de Paul Keating gobernó hasta 1996, y el Partido Socialdemócrata de Alemania, con Gerhard Schröder como líder, formó una coalición con Los Verdes.

La última década del siglo vio, como mi compañero Richard Carr expuso, un desfile de los moderados encabezado por la búsqueda por parte de Blair y Clinton de una “tercera vía” frente al capitalismo de libre mercado de Reagan y Thatcher y el ideal de gestión por parte del Estado de la URSS.

Aunque la tercera vía no era una ideología por sí misma, encontraba su base en una serie de ideas e ideales específicos formulados por pensadores como el sociólogo Anthony Giddens, que abogaba por introducir un “marco distinto” que prescindiese tanto del “gobierno burocrático basado en jerarquías heredado de la vieja izquierda como de la aspiración de la derecha de desmantelar el gobierno por completo”. Este breve lapso de tiempo entre las políticas neoliberales desarrolladas entre la década de los 80 y de los 2000 demostró, a tenor de los esfuerzos de los políticos moderados por teorizar su pragmatismo, que las ideas no habían dejado de importar en ningún momento.

Así pues, la conquista global de la democracia liberal que pronosticó Fukuyama no ocurrió finalmente. El politólogo apuntó que en China “la tendencia liberal sigue siendo fuerte, ya que se delegan competencias en economía y esta se abre al resto del mundo”. No obstante, el Partido Comunista de China se mantuvo firme en su rechazo a las exigencias democráticas a pesar de la creencia de Fukuyama:

En Pekín, las manifestaciones estudiantiles que estallaron primero en diciembre de 1986, y que hace poco volvieron a ocurrir (…), fueron solo el comienzo de lo que inevitablemente constituirá una mayor presión para un cambio también dentro del sistema político.

Es cierto que China ha practicado el aperturismo comercial y que ha acabado con la situación de pobreza en la que se encontraban 850 millones de personas, pero no hay nada que sugiera que adoptará reforma política alguna. La democracia liberal está tan lejos de China como lo estaba en 1989.

En Rusia, por su parte, el sucesor de Gorbachov, Boris Yeltsin, se mostró más preocupado por instaurar una política económica de libre mercado que por garantizar la democracia. A principios de los 90 se tenía la convicción de que la transición de Rusia hacia un sistema de democracia liberal de libre mercado sería sencilla. Sin embargo, los ataques al Parlamento que tuvieron lugar en 1993, las terribles consecuencias para la población derivadas de la terapia de choque económica y la dependencia de los oligarcas para mantener a Yeltsin en el poder quebrantaron cualquier esperanza depositada en que el rumbo político de Rusia no la llevase a convertirse en una democracia dirigida.

Una realidad poco alentadora

Fukuyama concluyó que la “lucha ideológica mundial” sería “reemplazada por cálculos económicos, la eterna solución de problemas técnicos, las preocupaciones acerca del medio ambiente y la satisfacción de demandas refinadas de los consumidores”. Con el tiempo se pudo constatar que el pronóstico de Fukuyama fue erróneo.

El movimiento antiglobalización plantó cara al nuevo orden mundial a finales de los 90 y anarquistas, socialistas, activistas contra la pobreza y grupos religiosos unieron fuerzas para mostrar su rechazo al orden mundial emergente que anteponía los beneficios económicos a las personas. De Birmingham, en Reino Unido, a Seattle, en Estados Unidos, la visión del mundo basada en la manera de proceder de la Organización Mundial del Comercio generó innumerables protestas y engendró una nueva línea de pensamiento entre los socialdemócratas y los liberales.

Si bien estas corrientes no dieron paso a planteamientos coherentes para unir a los grupos descontentos, el ambiente que se respiraba tras los acontecimientos que rodearon a la caída del Muro ayudó a la creación de redes de discusión sobre las estrategias socioeconómicas y políticas que se debían adoptar.

Por lo tanto, en lugar de considerar 1989 como el punto en el que la historia llegó a su fin, podemos verlo como el momento en el que se abrió una nueva etapa. La “victoria del liberalismo” duró mucho menos de lo que Fukuyama había predicho. No le faltaba razón al aseverar que “la lucha entre dos sistemas opuestos ha dejado de ser una tendencia determinante de la era actual”, pero se equivocaba al visualizar un futuro en el que la “riqueza material” fuera acumulada y distribuida de manera equitativa o en el que “los recursos necesarios para la supervivencia de la humanidad” fueran protegidos.

Visto en retrospectiva, tras la caída del Muro de Berlín apareció un capitalismo salvaje a partir del viraje hacia el neoliberalismo instaurado durante esa década. 30 años después nos encontramos con que la desigualdad entre ricos y pobres ha aumentado.

Y la caída…

La fragilidad del modelo económico neoliberal desarrollado en los 80 se tornó evidente en 2008, año en que el mundo se enfrentó a la crisis económica más cruda desde la Gran Depresión. La recesión sembró las dudas sobre la globalización y despertó la preocupación acerca de la desigualdad y sobre un sector financiero que carecía de regulación.

Pero hasta el momento nadie se pone de acuerdo en el camino que tomarán el liberalismo, la democracia y el capitalismo. Tras la crisis que estalló hace una década surgió un renovado interés por las teorías keynesianas y marxistas, y las victorias electorales de políticas situadas a la izquierda del espectro, como Jacinda Ardern en Nueva Zelanda y Alexandria Ocasio-Cortez en Estados Unidos, parecen señalar que el neoliberalismo se ha desinflado.

Las propuestas que pretenden dar forma al Green New Deal conducen inevitablemente a la consideración del capitalismo como el problema más grave al que se enfrenta la sociedad. La tendencia mundial actual favorece a la derecha, pero la forma en la que el capitalismo global se presentará en el futuro permanece como una incógnita entre los partidarios de la apertura económica y de las fronteras y los que abogan por el nacionalismo económico.

La inevitable e imparable marcha hacia delante del liberalismo que auguró Fukuyama no fue tal, y convendría que recordásemos los problemas que dicha expectativa creó. La ideología liberal nunca llegó a consolidarse en el antiguo Bloque del Este, y una encuesta reciente ha desvelado que numerosos ciudadanos de estos países consideran que la democracia se encuentra amenazada.

Fukuyama se precipitó en su teoría. La democracia liberal se erigió como un marco perfecto para los debates acerca de las políticas del siglo 21, pero ahora no es más que una de las varias opciones que existen, y ni siquiera es una de las más importantes. Puede que el futuro lo defina una rama del capitalismo diferente, menos liberal, basada en el capitalismo de vigilancia, o puede que la nueva tendencia la marque el asalto neoliberal a la democracia. O quizá los políticos progresistas encuentren de una vez por todas una voz colectiva que les permita aplicar las reformas necesarias desde una perspectiva democrática.

Lo cierto es que 30 años después de que el Muro de Berlín cayera y la historia, en teoría, terminase, podemos vislumbrar un nuevo terreno sobre el que se despliegan visiones dispares de cara al futuro. Y dado que todo apunta a que se abrirán nuevos frentes, 1989 debería ser considerado el momento en el que la historia comenzó de nuevo.

Jonathan Davis, Senior Lecturer in History, Anglia Ruskin University

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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