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Partos naturales

¿Por qué el parto humano es tan doloroso?

A diferencia de la pelvis masculina, cuya apertura se estrecha considerablemente por el promontorio sacro, la pelvis femenina tiene una apertura mas redonda y ovalada

¿Por qué el parto humano es tan doloroso? / GETTY IMAGES

Madrid

Los primates bípedos surgieron hace unos siete millones de años cuando una progresiva desecación en África redujo bosques y selvas y extendió las sabanas. Como adaptación al nuevo medio abierto surgieron individuos capaces de caminar erguidos. La marcha erecta necesitó de modificaciones anatómicas; una de las cuales, el ensanchamiento de la pelvis, ha sido fundamental en la evolución de los homínidos.

En El Origen del hombre Darwin escribió una frase que debiera grabarse en bronce en la entrada de todas las facultades de ciencias:

«Los hechos inexactos son altamente perjudiciales para el progreso de la ciencia, pues tardan mucho tiempo en desvanecerse; pero las opiniones inexactas, si están basadas en pruebas, no causan grandes perturbaciones, pues todos hallan especial deleite en probar su falsedad […]».

El viejo zorro escribía con prudencia: sustituyan ustedes “hechos inexactos” por “datos falsos” y sabrán que se estaba refiriendo a una mala influencia que afecta a la ciencia desde sus albores: la mitología religiosa.

No debe sorprender la importancia que un solo hueso tiene en la genealogía humana desde la perspectiva de las tres religiones abrahámicas. Según el Génesis (2/23), Eva surgió de la costilla de Adán. Este relato dio lugar a un dogma absurdo impuesto durante siglos: como Eva había sido creada merced a la extracción de una costilla de Adán, todos los varones tenían 23 costillas, una menos que las mujeres.

El impulso por explicar científicamente la naturaleza de las cosas fue el que movió al anatomista Vesalio a desafiar a la Inquisición. Desde los tiempos del griego Galeno la disección anatómica se realizaba con animales, pero la Iglesia católica permitió a Vesalio diseccionar los cuerpos de los ajusticiados porque, según los teólogos, no había riesgo de que sus almas regresaran del infierno. Vesalio contó las costillas y deshizo el mito en su De Humani Corporis Fabrica (1543). Su elevada posición social como médico personal de Carlos V y Felipe II le libró de acabar en las mazmorras.

Aunque para la arquitectura humana la importancia de algunas costillas es relativa, no puede decirse lo mismo de otro hueso, la pelvis, y de la cadera, una articulación que une el fémur con la pelvis. En la configuración de la cadera femenina reside la causa de los dolores del parto, aunque para el Antiguo Testamento el origen se deba a otra maldición divina: «Aumentaré tus dolores cuando tengas hijos, y con dolor los darás a luz» (Génesis 3/16).

A diferencia de la pelvis masculina, cuya apertura se estrecha considerablemente por el promontorio sacro, la pelvis femenina tiene una apertura mas redonda y ovalada. Las ramas del pubis forman un ángulo recto en el varón (ángulo subpubiano) y un arco en la mujer (arco del pubis).

La cadera es una pieza clave en la evolución de los homínidos. A diferencia del resto de los primates, en los humanos los huesos de la pelvis difieren en ambos sexos. Esto es fácil de ver en las curvas anatómicas y en la forma femenina de caminar. La diferencia ha motivado que en todas las culturas humanas las caderas hayan sido contempladas como un símbolo de fertilidad y sexualidad. Desde las esculturas de la antigüedad clásica, pasando por las rotundas mujeres de Rubens hasta las gordas de Botero, creaciones artísticas de toda índole han enfatizado el volumen de las caderas como la manifestación más atractiva de la feminidad.

Las caderas de las mujeres son más anchas y más profundas que las de los varones. Los fémures están más separados para permitir el parto y el hueso ilíaco y su musculatura mantienen abiertas las nalgas para que la contracción de los glúteos no interfiera durante el alumbramiento.

Escultura Mujer con espejo de Fernando Botero.

Escultura Mujer con espejo de Fernando Botero. / Carlos Teixidor/Wikipedia, CC BY

A pesar de ello, el parto en los seres humanos es extraordinariamente complicado. Durante el parto, el feto tiene que atravesar la parte inferior de la pelvis por un conducto de paredes óseas, el “canal del parto”.

Mientras que en los grandes simios antropomorfos el alumbramiento es fácil, rápido e indoloro, porque el canal del parto es grande en relación con el tamaño de la cabeza del feto, los neonatos humanos son aproximadamente del mismo tamaño que dicho canal, lo que dificulta su salida.

El canal del parto en las hembras humanas tiene de media un diámetro máximo de trece centímetros y un diámetro mínimo de diez. Por allí debe pasar el bebé, cuya cabeza tiene un diámetro de diez centímetros y cuyos hombros están separados unos doce centímetros.

Para complicar aún más las cosas, la evolución de la bipedestación convirtió el ya de por sí estrecho canal del parto en un pasadizo tortuoso. En todos los mamíferos cuadrúpedos, incluyendo los simios antropomorfos, el canal del parto es recto, el útero está alineado con la vagina y el feto nace sin flexionarse y con la cara mirando hacia la de su madre. En la mujer, a causa de la bipedestación, los huesos de la cadera han sufrido modificaciones que han conducido a que el canal del parto sea anguloso y a que la vagina forme un ángulo recto con respecto al útero.

Como consecuencia, las rotaciones y torsiones de la columna vertebral que el feto debe ejecutar para emerger es una peculiaridad de los seres humanos, inexistente entre los animales vertebrados. Una peculiaridad traumática para el bebé y dolorosa para la mujer, un peaje que siete millones de años de evolución han obligado a pagar al Homo sapiens como compensación a sus dos grandes ventajas evolutivas: el caminar erguido y el desarrollo de una enorme masa cerebral.

Desde la aparición de las primeras formas de vida, hace unos 3 500 millones de años, lo común en los seres vivos ha sido nadar, reptar o desplazarse sobre patas, por lo general cuatro en los mamíferos terrestres.

Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida. Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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