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Victoria del credo ecologista frente a las técnicas de edición genética CRISPR

Campo de lechugas. (Getty Images)

Campo de lechugas.

Madrid

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha sentenciado que los organismos que se obtengan mediante la modificación del genoma haciendo uso de las técnicas CRISPR han de ser considerados legalmente organismos transgénicos, por lo que les será de aplicación la directiva 2001/18EC.

La sentencia no debería extrañar si miramos la forma en que está redactada la normativa europea en materia de organismos modificados genéticamente (OMG). Sin embargo, la decisión no se sostiene desde el punto de vista científico.

Las variedades agrícolas actuales se obtienen al azar mediante mutagénesis provocada por agentes químicos o físicos. Se desestiman la gran mayoría de los mutantes obtenidos de esa forma y solo se cultivan los que tienen propiedades deseables. Las técnicas de edición genética permitirían obtener variedades igualmente valiosas, pero con mucho más control y de forma más dirigida que mediante la mutagénesis indiscriminada.

La sentencia invoca el llamado principio de precaución, una trampa casi insalvable en Europa siempre que una organización (normalmente ecologista) lo esgrima para oponerse a cualquier innovación que, bajo su particular prisma, considere indeseable. En el caso que nos ocupa, -y eso es lo grave- esta sentencia va a tener pésimas consecuencias científicas y económicas para Europa, como bien han explicado Lluís Montoliu y Josep M. Casacuberta.

Al ecologismo debemos que la naturaleza sea para la mayoría un bien a preservar y que cada vez tengamos más conciencia de los problemas ambientales a los que nos enfrentamos. De esto se derivan medidas legales de protección que han de ser garantía de un entorno saludable y amable para quienes nos sucedan.

Lejos de recurrir a la razón y a las pruebas como fuente de criterio para identificar las causas que defiende y los proyectos a los que se opone, el ecologismo contemporáneo ha dado un salto en el vacío y trata de impedir la implantación de valiosas tecnologías.

Los ecologistas se oponen a los organismos transgénicos, cuando no hay pruebas de que su cultivo y consumo generen problemas para el medio ni para la salud de las personas. Recordemos la carta de los 110 premios Nobel a Greenpeace en la que le exigían, por razones humanitarias, que dejasen de oponerse al arroz dorado (rico en vitamina A).

Se oponen también al uso de técnicas de edición del genoma, aunque no haya ninguna razón para pensar que pueden provocar problemas ambientales o de salud. Exigen un control más severo (y en algunos casos la prohibición) del uso y ubicación de instalaciones de telefonía móvil y de redes wifi, cuando no hay pruebas de que las ondas de que se valen esas tecnologías, en las condiciones en que funcionan en la actualidad, causen daño alguno.

Curiosamente, no se oponen a tecnologías equivalentes pero algo más antiguas. Por ejemplo, en el caso de la agricultura, la irradiación de semillas para obtener variedades mutantes. En materia de telecomunicaciones, a las ondas electromagnéticas de televisión y radio.

Tampoco están en contra de tecnologías más antiguas que han provocado centenares de miles de muertes prematuras, como automóviles, trenes, barcos y aviones. Ni a productos cuyo consumo causa centenares de miles de muertes en el mundo, como el tabaco y el alcohol.

Los ecologistas tampoco destacan por sus campañas contra el ruido, el principal agente contaminante de nuestros pueblos y ciudades, un verdadero veneno para la mente.

Una nueva religión

Es evidente que el progreso no ha de basarse en innovaciones peligrosas o dañinas. Pero tampoco tiene sentido oponerse al uso de tecnologías de cuyos efectos adversos no hay constancia alguna ni sospechas bien fundadas.

El movimiento ecologista, aunque afirme lo contrario, prescinde de datos y pruebas al oponerse a los organismos transgénicos y a la edición genética. El consenso científico al respecto es claro.

El ecologismo ha adquirido, de hecho, los rasgos propios de una fe, una creencia en las bondades de un pasado prístino al que habría que retornar. Se nutre de un sentimiento agónico por la pérdida del Paraíso, pero como señalara Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (en un contexto solo diferente en apariencia), “para aquellos que se han nutrido del árbol de la sabiduría se ha perdido el paraíso”.

Los gobiernos de las sociedades abiertas deberían actuar en consecuencia y basar sus decisiones en el consenso científico y la racionalidad. Muchos ya lo hacen en relación con el cambio climático, ¿por qué no también con los usos de la biotecnología?

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Juan Ignacio Pérez Iglesias, Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

 
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