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ANÁLISIS

Los cañones de diciembre

Mariano Rajoy, durante su comparecencia institucional para dar respuesta al desafío independentista / Ballesteros (EFE)

Mariano Rajoy, durante su comparecencia institucional para dar respuesta al desafío independentista

Madrid

En octubre de 1962, el mundo estuvo al borde del desastre nuclear. Estados Unidos detectó que la Unión Soviética había desplegado en secreto una base de misiles nucleares en la isla de Cuba.

John F. Kennedy se dirigió al pueblo estadounidense a través de un mensaje televisivo en el que mostró oficialmente su firmeza ante lo que consideraba una agresión flagrante, y expuso las medidas que pensaba adoptar: una “cuarentena” y un cerco naval de la isla, con el despliegue de naves y buques de guerra estadounidense.

El líder soviético Nikita Jruschov respondió con una escalada verbal en la que dejaba claro su intención de saltarse el bloqueo. El mundo se encaminaba a la guerra total.

Pero Kennedy estaba hecho de otra pasta, era un político nuevo, culto, reflexivo, que buscaba siempre el modo más inteligente de resolver conflictos y que veía en la respuesta militar un fracaso de la política.

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Las espadas se mantuvieron en alto, pero la diplomacia entró en acción. Kennedy optó por ignorar las desafiantes declaraciones públicas de Jruschov, que encendían los ánimos de los “halcones” del Pentágono, y hacer caso a los mensajes que le mandaba el mandatario soviético a través de intermediarios anónimos en los que buscaba desesperadamente una solución al entuerto.

Triunfó la inteligencia. Estados Unidos se comprometió a no volver a intentar invadir Cuba y a retirar sus misiles estratégicos desplegados en Turquía, que apuntaban directamente al corazón soviético, y lo hizo de modo discreto seis meses después. Rusia se llevó de Cuba sus misiles.

El desafío independentista catalán ha llegado ya demasiado lejos. En una mezcla de irresponsabilidad por parte de Artur Mas –el principal culpable de este desastre- y de dejadez de Mariano Rajoy ante un problema que se agravaba por momentos, se ha derramado ya toda la leche del cántaro y resulta inútil llorar por ella.

¿Qué hacer ahora? Quizá echar mano de la historia. Kennedy repartió entre sus principales colaboradores el libro de la historiadora Barbara W. Tuchman, Los cañones de agosto, que relataba todos los errores, negligencias e irresponsabilidades de los líderes mundiales, que condujeron a un conflicto, la I Guerra Mundial, que pudo haberse evitado.

Es difícil buscar una solución imaginativa en los próximos dos meses, inmersos ya todos los partidos en una carrera electoral que obliga a la prudencia y a pasar cualquier decisión o declaración por el tamiz del cálculo y la estrategia.

Pero el tiempo en política pasa muy rápido. Habrá un gobierno nuevo, sea del color que sea, y con toda probabilidad entrarán en escena nuevos partidos, nuevos actores que ya han dejado claro su apuesta por las soluciones políticas frente al reto catalán y que tienen incluso preparadas propuestas de reforma constitucional que coinciden en lo básico a la hora de hacer frente al desafío soberanista y al encaje de Cataluña en España.

Como hizo Kennedy, el próximo presidente del Gobierno español podría combinar la firmeza en la defensa de la ley con la diplomacia de la inteligencia. Si fuera necesario, recurrir cada paso hacia la secesión que dieran las fuerzas independentistas catalanas, pero impulsar a la vez, con la ayuda y el consenso del resto de partidos –incluidas todas las fuerzas catalanas que se quisieran incorporar a la búsqueda de una solución- una fórmula que diera respuesta a los agravios que empujaron a muchos catalanes –con mayor o menor razón- hacia la deriva independentista. Podría constituirse una ponencia en la Comisión Constitucional que comenzara a trabajar inmediatamente en una reforma que incluyera el refuerzo de la identidad histórica, lingüística y cultural de Cataluña o que desarrollara un sistema de financiación autonómica más justo. Podría emprenderse una tarea de pedagogía que recompusiera puentes, reforzará en su convicción a esa mayoría de catalanes que no eligió la via de la independencia e hiciera dudar a todos aquellos que optaron por la solución más drástica en un ejercicio más de resignación que de entusiasmo.

Se podría trabajar en la recuperación de un estado del bienestar deteriorado por esta larga crisis y construir instituciones más democráticas, más transparentes y más eficaces. Trabajar, en definitiva, por una España más acogedora y atractiva.

Se podría hacer todo eso, y mucho más, mientras se evitan los aspavientos y las exageraciones, se aplica la ley cuando sea necesario pero con inteligencia y mesura, y se recuperan los afectos del mayor número posible de catalanes. Y llegado el día, si las fuerzas independentistas siguen adelante con su hoja de ruta y terminan por someter a una votación popular sus delirios, quizá se darían de bruces con una ciudadanía que habría decidido dejar a un lado esta aventura insensata y darles la espalda.

Y si no, siempre se podría seguir aplicando la ley. A fin de cuentas, lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible. Pero hasta llegar a ese extremo, si se han abierto todas las puertas y se ha dejado que corra el aire y se ventile el ambiente, quizá habría llegado el momento de que los causantes de este desastre se retiraran discretamente por una de esas puertas y, en un ejercicio de elegancia, nadie reprochara nada a nadie y actuaran todos como si aquí no hubiera pasado nada.

 
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