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La transparencia no sirve de nada

Fotografía de recurso.(ISTOCK)

Fotografía de recurso.

Es una petición recurrente. Ante cada escándalo de corrupción, ejemplo de despilfarro en cuentas públicas o pavorosa demostración de favoritismo, arbitrariedad y pelotazo en la política española los medios españoles en bloque (y media blogosfera) se desgañita pidiendo la mítica Ley de Transparencia. Lo proponía El País en su (ingenuo) decálogo de reformas que necesita España, y lo pide todo el mundo cada vez que algo se rompe.

Un pequeño secreto: las leyes de transparencia, por sí solas, no sirven absolutamente para nada.

Dejadme empezar por un pequeño ejemplo (que mencionamos en la tertulia, por cierto) de un país con excelentes leyes sobre transparencia, Estados Unidos. Resulta que en este país hay algunos estados con un cierto legado de corrupción. Illinois, sin ir más lejos, ha metido en la cárcel a la mitad de sus gobernadores en los últimos 40 años; otros estados, como Connecticut, tienen una gloriosa tradición de meter alcaldes y gobernadores en la cárcel por motivos bien variopintos, a pesar de tener todas las cuentas públicas y dinero en campañas electorales bien públicos y transparentes.

¿Por qué sucede esto? Dos motivos muy simples. Primero, aunque las cuentas de todas las administraciones públicas son fácilmente accesibles y sorprendentemente fáciles de leer (es mucho más fácil leer información sobre las cuentas estatales o federales americanas que presupuestos españoles), la inmensa mayoría de votantes y medios de comunicación no les presta demasiada atención. Hay una pequeña horda de ONGs, lobistas, periodistas y frikis que se dedican repasar presupuestos como tanto detalle como sea humanamente posible (me dedico a ello, vamos), pero las cuentas públicas son esencialmente inabarcables. Incluso un estado relativamente pequeño como Connecticut tiene un presupuesto anual de 20.000 millones de dólares; aún sabiendo donde mirar, encontrar basura es rematadamente difícil. La corrupción política, en este sentido, es algo parecido a eso de si una árbol cayendo en un bosque sin que nadie lo oiga; conseguir que haga ruido no es exactamente fácil.

Más allá de la dificultad de encontrar corrupción (o la relativa facilidad de esconderla a plena luz del día), el hecho que incluso en lugares donde políticos corruptos han sido repetidamente enchironados sus sucesores sigan cometiendo fechorías debería dar que pensar. Un político que llega a un cargo substituyendo alguien condenado por corrupción tiene ante sí una señal clara que la deshonestidad es perseguida y los crímenes se pagan. Aun así vemos a menudo vemos tipos que no llevan diez minutos en la oficina y ya están llamando a los amigotes.

El motivo, como en casi todo en esta vida, es que la corrupción no es sólo el resultado de la debilidad moral de unas pocas manzanas podridas. A menudo es, lisa y llanamente, una simple cuestión de incentivos; cometer actos ilegales es una decisión racional. Supongamos, por ejemplo, un gobernador que necesita la colaboración de sindicatos y trabajadores de la construcción para ganar elecciones, o que depende de las donaciones de un determinado grupo de interés para poder financiar su campaña. El gobernador sabe que si rechaza participar en contratos amañados en un proyecto de construcción más o menos irrelevante la probabilidad de aprobar medidas legislativas que sí le preocupan se reduce dramáticamente. Los políticos son seres esencialmente vanidosos que quieren tener logros y hazañas en su historial; es relativamente fácil imaginarse a un alcalde racionalizando la decisión (“ayudar a un amigo no hace daño a nadie”) y entrando en el juego.

Un equivalente español más cercano sería el insidioso triángulo entre cajas de ahorros, políticos municipales e inmobiliarias. El político utiliza las cajas para ayudar al empresario de la construcción que está haciendo un gran proyecto urbanístico que va a cambiar el pueblo. El empresario a su vez dona dinero al partido del alcalde, le da regalos y demás, mientras la caja de ahorros da préstamos blandos a todo el mundo, porque oye, todos vamos con buenas intenciones. Si el político, en plena burbuja inmobiliaria, tuviera la peregrina idea de plantarse, el empresario se quejaría amargamente, veríamos tránsfugas muy decepcionados con eso que la caja de ahorros no les da hipotecas y un empresario quejándose que el alcalde no le deja crear puestos de trabajo en el pueblo. La decisión más racional, para alguien que aprecia su supervivencia política, es tragar con lo que viene.

La cuestión principal no es tanto que los votantes puedan leer o no sobre las cuentas de los partidos o contratos públicos. Los votantes, por un lado, no están para leer presupuestos en un día bueno, y son capaces de aplaudir con las orejas al adalid del desarrollismo burbujil en un día malo. Los políticos, mientras tanto, pueden vivir en un mundo de luz y taquígrafos y seguir decidiendo actuar de forma ilegal porque tienen todos los incentivos para ello.

Si queremos reducir los casos de corrupción (no eliminarlos; incluso los alemanes tienen sus cretinos), por tanto, no podemos limitarnos a aprobar una ley de transparencia y confiar en que algún periodista con demasiado tiempo libre encuentre números erróneos en una contabilidad mal ofuscada. Lo que debemos hacer, primero de todo, es asegurar que las instituciones no crean incentivos a los políticos para corromperse. Si queremos evitar que un gobernador dé contratos ilegales a sus amiguetes, lo que debemos hacer es quitar ese poder de manos del gobernador, creando instituciones fuera de su control para llevar ese proceso. Si no queremos que los alcaldes usen las cajas de ahorros como una máquina de imprimir dinero, debemos quitarnos de la cabeza eso que la banca pública es una gran idea, primero, y quitarles cualquier discrecionalidad en políticas de urbanismo inmediatamente después.

Sí, una ley de transparencia es necesaria. Pero no podemos quedarnos ahí.

Roger Senserrich es politólogo

Artículo originalmente publicado en Politikon

 
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