Tras los pasos del conde Almásy por el desierto egipcio
Hace algunas semanas tuve la ocasión de participar en una expedición de dos semanas a lo más profundo del desierto Líbico en Egipto. Era un convoy inédito en la zona desde la II Guerra Mundial, lo que habla por sí solo de la intransitabilidad de esta parte del Sáhara más oriental. Se llamaba Expedición Kamal y recogía el legado del príncipe egipcio Kamal el Din, que en los años veinte renunció a reinar su país para explorar las profundidades de un desierto hasta entonces desconocido. El propio Kamal fue uno de los grandes benefactores de László Almásy, llevado al cine como protagonista de El paciente inglés. El mezenazgo hacia éste fue esencial para la búsqueda del mítico oasis de Zarzura y el hallazgo de una increíble cueva prehistórica con nadadores dibujados en sus paredes que cambiaría la historia conocida hasta entonces del Sáhara, demostrando que no siempre fue un desierto.
Resulta que Almásy viviría el resto de su vida por y para el desierto y sería, junto a Hassanein Bey, el propio Kamal el Din y los hermanos Clayton, sin olvidar a la intrépida Lady Dorothy Clayton, quien haría que una zona hasta entonces blanca en los mapas empezase a ofrecer algo de luz. Hassanein descubriría Jebel Uweinat al sur, el príncipe Kamal pondría nombre a la gran meseta de Gilf Kebir y el conde húngaro Almásy hallaría la cueva de los Nadadores. Su habilidad para recorrer un desierto hasta entonces desconocido se convertiría en la mejor arma cartográfica y estratégica para las tropas aliadas destacadas en esta parte del norte de África durante la II Guerra Mundial.
Realmente Almásy tuvo una vida aún más dramática y aventurera, y no tan romántica como lo que cuenta la película galardonada con nueve Oscars. Pero nos dejó los mapas y los testimonios de un desierto del que no hay demasiadas imágenes y no ha llegado aún el turismo de masas.
Durante la Expedición Kamal en la que formaron parte arqueólogos, geógrafos, reporteros y aventureros, tuvimos la ocasión de seguir las huellas de estos pioneros que atravesaron el desierto en coches de juguete. Realmente Kamal lo hizo en los años veinte en unos Citroen Kégrese que eran mitad camión mitad tanque, con ruedas de oruga para moverse mejor por sus intransitables caminos.
Las condiciones son realmente duras pero a medida se avanza (uno de los puntos de salida es el oasis de El Kharga) se gana en belleza paisajística y en la sensación de que no te vas a cruzar con nadie. No es extraño toparse con bidones de gasolina de aviación de los años treinta y cuarenta, algunos de ellos reunidos para formar una flecha en suelo desértico y advertir a los aviones de la II Guerra Mundial que allí se podía aterrizar y repostar.
Tampoco es difícil encontrarse en la ruta vehículos de la II Guerra Mundial pertenecientes a la Long Range Desert Group (LRDG) del Ejército Británico destacado en la zona, los cuales se quedaron atrapados en la arena y continúan impolutos siete décadas después. Aquello, sin pretenderlo, es un auténtico museo al aire libre de la guerra en el norte de África, en la que los restos de los campamentos se ven incluso en las hogueras y las latas de conservas que se quedaron allí tal cual. Ennegrecidos, que no oxidados, se pueden leer numerosos elementos de esta época en la que gobernar el desierto era el máximo objetivo de quien quería hacerse con África al completo. Rommel lo sabía perfectamente, y los aliados también.
En la meseta de Gilf Kebir, del tamaño de Puerto Rico y que puede elevarse a más de 1000 metros sobre el nivel del mar, los paisajes se vuelven aún más marcianos y queda constancia de la vida de aquellos valles, ahora wadis secos, en tiempos prehistóricos en los que era inmensamente fértil y se pintaban en las paredes animales entonces usuales en la zona como jirafas, antílopes o avestruces. Tan sólo en Wadi Sura, que Almásy bautizara como el valle de las Imágenes, se han hallado y documentado más de treinta y cinco cuevas o refugios con pinturas rupestres. La más célebre es la cueva de los Nadadores que aparece en la película y en la que se aprecian hombres nadando en torno a una bestia sin cabeza, motivo que se repite en distintas ocasiones.
También hay nadadores y bestias en la cueva Mestikawi-Foggini, descubierta en 2002 y más conocida como la cueva de las Bestias. Esta especie de Altamira del desierto es un refugio rocoso que cuenta con cerca de cinco mil imágenes y más de quinientas huellas de manos y pies excelentemente conservados. Sólo se puede visitar con permisos y protección policial, así como la mayor parte de este desierto fronterizo con Libia y Sudán. Cuando se penetra en ella uno tiene la sensación de estar en una de las capillas sixtinas del arte prehistórico. Estas escenas, en las que interacciona el hombre con los animales del entorno, han servido a los geógrafos para concluir que el Sáhara no fue siempre un desierto y que hace menos de 7.000 años sufrió un severísimo cambio climático que lo desecó en apenas un par de siglos. Y el hombre estuvo allí para verlo, para rogar al cielo que volvieran los animales de los que se alimentaban, algo que no sucedió y por lo cual un área tan enorme fue completamente deshabitada.
Los restos que nos dejaron los humanos se dejan ver en las paredes de numerosos refugios y abrigos de montaña, tanto en Wadi Sura como en Wadi Hamra, y así uno tras otro los valles de un Gilf Kebir que debió ser tan rico en naturaleza como lo son ahora Kenia o Tanzania. Aquello es un paraíso en el que la prehistoria se encuentra en puntas de flecha, piedras de moler grano, grabados en las rocas o huevos de avestruz usados para almacenar agua y que se han quedado en el desierto congelados en el tiempo.
Los paisajes en la esquina suroeste del desierto Líbico en Egipto, otrora el desierto de Libia, son también rotundamente hermosos en lo que se conoce como Jebel Uweinat, un macizo rocoso dividido en los mapas como un auténtico pastel. Debajo Sudán y a la izquierda Libia, con unas fronteras de papel demasiado remotas como para colocar un puesto fronterizo. Aquello no es de las personas sino de las rocas, la arena y las escasas acacias tortilis que se aferran a la vida con el mínimo de agua posible, a pesar de ser una de las zonas del mundo con menos índice de lluvias.
Tanto para atravesar y explorar Jebel Uweinat o las estribaciones del Gilf Kebir son necesarios robustos 4x4, avezados conductores y un despliegue de agua, alimentos y combustible bastante importante, ya que uno requiere de tiempo para visitar esta parte a cientos de kilómetros de los oasis o del río Nilo. Este es el confín de Egipto y los tours que se organizan son contados, dada la preparación que requiere, amén de permisos militares (y protección) para visitar el área.
La dificultad se extrema en el conocido como Gran Mar de Arena, el cual Almásy dio las claves para traspasarlo y viajar al oasis de Kufra, en la actual Libia, donde vivían tribus de piel negra que a principios del siglo XX no habían contado con extranjero alguno en sus dominios. Estas dunas convertidas en auténticas lenguas de arena se extienden durante 600 kilómetros de norte a sur y 200 km de este a oeste en sus tramos más anchos. Es aquí donde los todoterrenos deben ofrecer el máximo y la orientación es realmente necesaria para salir bien parado y que no le suceda como algún camión de la II Guerra Mundial que se quedó en mitad de la nada y en el que todavía relucen sus neumáticos como el primer día.
El desierto Líbico es un lugar donde los atardeceres son de aplauso, las estrellas de la noche te envuelven con mucho mimo y la sorpresa es constante en cada kilómetro que se recorre. Durante la Expedición Kamal aprendí a amar definitivamente al desierto y a conocer otra faceta de Egipto muy diferente a la de las pirámides y los templos a orillas del Nilo. Esto es distinto, es otro mundo demasiado bello y demasiado complicado...
Más información sobre la Expedición Kamal y la aventura en el desierto Líbico en www.elrincondesele.com
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