Ocio y cultura

Álex Grijelmo presenta "El genio del idioma"

La lengua es un ser vivo apasionante. Álex Grijelmo, uno de sus observadores más agudos, plantea en este libro interesantes cuestiones sobre el genio del idioma español.

Capítulo I

Entre los restos arqueológicos de Atapuerca no se ha encontrado ninguna palabra. Quién sabe si los científicos analizarán algún día las vibraciones del aire en la cueva de Altamira para descubrir así el primer vocablo, como hallaron, en 1992, el momento en que estalló el Universo unos 15.000 millones de años antes.

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Es cierto que ahora podemos imaginar, con los indicios de los esqueletos y utensilios que se han desenterrado en la Gran Dolina o en la Sima de los Huesos, cómo vivían los primeros pobladores de Europa, cómo se alimentaban, qué enfermedades sufrían, cuántos años vivió cada uno. Y sin embargo nada sabemos de aquellos vocablos, quizá gruñidos, que les servían para comunicarse. Se perdieron con la fuerza del viento del norte de la sierra burgalesa o con la brisa del Cantábrico. ¿Por qué? Porque aquellos seres no sabían cómo escribirlos.

Pero es muy probable que algo, quizás mucho, de lo que ellos pronunciaban siga estando en nuestro idioma de hoy. Tal vez entronque con el lenguaje de las cavernas la fuerza de esas erres que nos desahogan los enfados («cabreo», «bronca», «cabrón»…) y que tanto gustan a los locutores deportivos por el vigor que transmiten: «recorte», «regate», «remate», «arrebata», «raso», «rompe», «roba»… O la sonoridad que notamos en las viejas y recias voces prerrománicas y que pronunciaremos aún durante muchos siglos más «barro», «cerro», «barraca», «rebeco», «berrueco»…). Quizás guarden relación aquellos gruñidos con los sonidos guturales de nuestra congoja primitiva («garganta», «atraganta», «angosto», «grito», «gemido», «angustia»…), o quién sabe si tendremos ahí el origen remoto de las palabras dulces como el sonido del viento cuando se dedica a hacer música («bisbiseo», «sonrisa», «silencio», «sensible», «sigiloso», «sosiego», «susurro», «siega», «sensación»…). Nuestra lengua esconde un genio interno invisible, inaudible, antiguo, que podemos reconstruir si seguimos las pistas que nos dejan sus hilos. Hilos son, y con ellos nos ha manejado el genio del idioma.

Nosotros, al hablar, constituimos únicamente el resultado de su lámpara maravillosa: nos expresamos conforme a sus decisiones, heredamos frases enteras, recursos estilísticos completos, y continuamos las estructuras sintácticas que él ha diseñado.

Los científicos, sí, hallarán algún día en las vibraciones imperceptibles del aire aquellas palabras de Atapuerca o de Altamira, o las de Ojo Guareña… tal vez viajando incluso en el túnel del tiempo. Pero entre los restos de esas cuevas no darán nunca con el genio de la lengua. Él no puede reposar ahí porque todavía no ha muerto.

Existe hace tantos cientos de años, que bien podemos considerarlo inmortal; como duraderos son sus gustos, sus manías y su carácter. Si lo conociéramos a la perfección, sabríamos sin duda cómo será nuestro idioma dentro de tres siglos. Y también nos conoceríamos mejor a nosotros mismos.

Han cambiado en este tiempo las palabras, desde luego; y las construcciones, la ortografía, la literatura… Pero en todos esos aspectos encontramos rasgos comunes de un ser originario que los alumbró; y que forma parte, a su vez, de una estirpe de genios que se relacionan entre sí, a veces como hermanos y a menudo en la línea directa de sucesión. Comparten, por ello, algunos rasgos de su personalidad.

Decimos «el genio del idioma» y nos vale como metáfora porque, en realidad, designamos el alma de cuantos hablamos una lengua: el carácter con el que la hemos ido formando durante siglos y siglos. Y las decisiones de ese genio han resultado tan coherentes, tan acertadas para enriquecer la capacidad de expresarnos, que sólo podemos teorizar sobre ellas imaginando a un ser sensacional que lo ha organizado todo con pulcritud. Al describir a ese genio, comprenderemos la historia de nuestro idioma y, como consecuencia, nuestra propia historia, incluso para predecir su futuro.

El idioma español es, pues, la obra de un genio misterioso. Lo que alcanzamos a descubrir ahora, cuando nos sumergimos en la historia de la lengua, responde a unas leyes que vienen de antiguo y que regulan la pronunciación, las combinaciones de sílabas, los significados, la sintaxis… y, sobre todo, la evolución de las palabras a través de los siglos y de los idiomas por los que han pasado (superpuestos unos sobre otros como algunas iglesias católicas se construyeron sobre las visigóticas; pero siempre con el mismo arquitecto).

Da la impresión de que los vocablos de nuestro idioma se han movido y han cambiado al través del tiempo como si fueran un ejército, progresando desde el indoeuropeo hasta aquí de una forma disciplinada, sin apenas excepciones en su evolución fonológica y como si estuvieran bajo el mando de un general; miles de palabras que el pueblo fue haciendo suyas y sobre las que decidió soberanamente.

Repasar algunas de esas decisiones colectivas que han adoptado las palabras como si estuvieran uniformadas nos da una idea de la disciplina que impuso el genio del idioma.

El diptongo griego ai pasó al latín como ae y después para el castellano se redujo a e; el también griego oi se convirtió en el latino oe y se quedó para nosotros en e, asimismo reducido. Cuando una palabra del latín tiene tres consonantes juntas, todas ellas pasan sin modificaciones al castellano en el caso de que la primera sea nasal o s y la tercera una r. Por ejemplo, los acusativos latinos nove-mbr-em, ra-str-um y no-str-um dan en nuestra lengua «novie-mbr-e», «ra-str-o» y «nue-str-o», respectivamente. Las letras pueden variar a su alrededor, pero el grupo consonántico se hace fuerte y resiste. Y si se forma en latín un grupo con una consonante seguida de pl, fl o cl, estas últimas consonantes se convierten en ch: así, de amplus obtenemos «ancho»1. Algo demasiado complicado como para que se lo aprendieran tantos analfabetos como había entonces. Eso tenía que ser cosa de alguien suprahumano: del genio, desde luego. Pero tal evolución se produjo en cientos de palabras que el pueblo fue haciendo suyas y sobre las que actuó con naturalidad, sin que parecieran ponerse de acuerdo expresamente ciudades y comarcas.

La voz latina ficus fue cambiando lentamente hasta terminar en «higo»; y vita hizo lo mismo hasta convertirse en «vida», y cualquiera podría pensar que ambas evoluciones se deben a la casualidad; hasta que percibimos un programa genético en el interior de cada palabra según el cual las consonantes fuertes abrazadas por vocales han tendido a suavizarse en su camino secular desde el latín al castellano de hoy. Podía haber ocurrido al revés: que las consonantes suaves se tornaran crespas, pero alguien elaboró ese misterioso manual de instrucciones y éste se fue cumpliendo inexorablemente. Y así metus es ahora «miedo», y rota derivó en «rueda». Y hasta las excepciones han seguido unas reglas que también podemos adivinar.

La tercera declinación latina, por ejemplo, ofreció al castellano durante la Edad Media el sacrificio de la e que quedaba a final de palabra tras haberse perdido la nasal del antiguo acusativo: de mare, nos quedamos con «mar»; de sole, con «sol»; de pane, con «pan»… Y así sucesivamente. Pero en ese análisis de palabras nos topamos con «puente», «orbe», «muerte»… (ponte, orbe, morte…). ¿Por qué? La excepción, decíamos, tiene también sus reglas: si la e va precedida en castellano de dos o más consonantes (nte, rbe, rte), se siente arropada y aguanta el tipo. O visto del revés: no puede dejar solas a esas dos consonantes que no sabríamos pronunciar bien sin una vocal posterior. Y éste es el caso de las citadas palabras y de otras muchas como ellas.

El genio del idioma —el ser desconocido que vamos a bosquejar en este libro— ha ordenado las oraciones, ha creado las normas para la evolución de las palabras, ha dictado las leyes de los acentos, organizó las analogías, preparó los sufijos y los prefijos, adoptó y adaptó los vocablos ajenos… Estamos ante un ser inexistente, cuyos actos, paradójicamente, podemos reconstruir sin dificultad.

¿Quién es ese personaje extrahumano que programó todo para que las consonantes dobles latinas se transformaran inexorables en fonemas palatales en castellano, que distribuyó los sonidos de modo que nunca coincidieran una s y una r juntas y por ese orden en la misma palabra, que dio sentido a todo un monumento de la inteligencia como es nuestro idioma?

Es un genio interno, invisible, inaudible, antiguo, pero podemos reconstruirlo si seguimos las pistas que nos ha dejado.

Los filólogos acuden a menudo a la expresión «el genio de la lengua», pero su perfil o sus reacciones no se han llegado a definir con detenimiento. «El genio del idioma» es, pues, un lugar común que sirve para explicarnos su ser interno, su personalidad, cuando algo no se aviene a los criterios generales de una lengua, y por tanto lo hemos visto definido más por cuanto no le gusta que por aquello que prefiere; más por todo lo que rechaza que por todo lo que asume. «Esto no va con el genio de la lengua», nos dicen.

Acercarnos a su figura puede constituir una manera de conocer cómo funciona nuestra lengua y por qué, para desentrañarla poco a poco. Y también habrá de permitirnos prever su evolución. Y conocer cómo funcionamos nosotros, pues sólo pensamos con palabras.

Todo lo que ha sucedido en nuestra forma de entender el idioma responde a los designios del genio, y podemos imaginar que así continuará ocurriendo. A veces parecemos depender de nuestras propias decisiones en tanto que comunidad de hablantes, incluso tememos que esa sociedad de usuarios del idioma sea dominada por los poderosos que dictan sus caprichos desde la cúpula social. Conozcamos al genio de la lengua para percibir de verdad cómo funciona nuestra mente lectora y habladora.

¿Cómo es, cómo actúa, qué carácter tiene el genio del idioma español? ¿Cómo es el alma de nuestra lengua?

Eugenio Coseriu nos ha dicho que el lenguaje es gobernado, según normas infinitamente complejas, por los individuos hablantes3: por todos los hablantes de una comunidad y por cada uno de ellos, en cada acto lingüístico concreto. Pero hay un «sentimiento lingüístico» que todos acaban adquiriendo siquiera sea inconscientemente. Las palabras despiertan en ellos asociaciones de ideas eficaces e imprevistas. Alguien debe de estar gobernando eso.

Los genios de los idiomas crecieron con nosotros como género humano. Sus embriones dieron valor a los sonidos y más tarde otorgaron belleza a los ritmos. Después se desarrollaron en fonemas, y luego en sílabas, y luego en étimos, y hasta llegaron a crear el pretérito pluscuamperfecto, que Nebrija llamaba «el más que acabado». Pasaron por capas freáticas que les dieron la forma del latín con el barniz del griego, y antes del indoeuropeo… y antes quién sabe.

Antes, Atapuerca y Altamira. Se dividieron y se subdividieron, y se enriquecieron y se ampliaron. Generaron varios genios hermanos: «genio» y «generar», he ahí sus hilos que nos llevan a «gen» y a «generación» y a «genoma» y a «engendrar» y a «genial», y a «ingeniero» y a «ingenio», y a «patógeno» y «endógeno», y al «hidrógeno» («que engendra agua», eso es el hidrógeno)…, todas las palabras que toca el verbo «crear». Así hasta definir un idioma perfecto, articulado, sonoro; aguerrido o liviano, según se necesite; una lengua universal que conserva aquel embrión originario del que nacieron las ideas. El idioma español.

El genio de nuestra lengua se ha extendido como un árbol que engrosa su tronco a la vez que se extiende en sus ramas. Unas nacen de las otras, se relacionan entre ellas por su proximidad y parentesco, y finalmente dan hojas o frutos que son la consecuencia del alimento que llegó desde las raíces: son las palabras tal como las usamos ahora. Por esas raíces entró probablemente el sonido kur, tal vez en un grito de alerta: ¡kur! En su tronco se metabolizó para convertirse en currere, en «cursar», en «correr», para moldearse en «carrera», ramificarse en «cursor» y «curso», dar el fruto del «correo» que «corre»(¡kur!) a fin de entregar la noticia cuanto antes (¡kur, kur!).

La misma savia primitiva circula por todas esas palabras que ahora escribimos y pronunciamos con naturalidad, seguramente la misma savia que se hallaba en las palabras que habrán mascado esas mandíbulas de Atapuerca, calladas ahora. Silentes, claro; pero aquí estamos nosotros para continuar con aquellas voces, herederos del genio que las impregna y todavía las gobierna.

Qué maravillosas conexiones las que aquel misterioso poder ha establecido entre las palabras. Sabemos identificar los cromosomas del lenguaje y analizar su genética; y, por tanto, percibimos en nuestra inconsciencia el significado que nos dan sus familias: «frío» y «frígido», «fuego» y «fogoso»; «semen» y «semilla» y «seminario». También percibimos la estructura de las oraciones, los nexos que las relacionan, tocamos las rugosidades de los puntos y las comas, leemos la partitura de los acentos… El genio de la lengua lo ha organizado todo con un acierto formidable.

Existen, por ejemplo, palabras con significados diversos («significado» viene de «signo», como «seña», como «señuelo», como «señal» o «señalizar», como «signatura» o «asignar»); y así se identifican y se diferencian la «madre del río», la «madre de uno», la «madre del vino»; pero nunca se emplean en contextos que las confundan. A no ser que busquemos precisamente eso: el error falso que conduce a un chiste. El genio es un tipo con buen humor, y ya lo ha previsto. Igual que ha previsto la arenga y los poemas, los rezos y las blasfemias.

Existen también los modos de los verbos, el indicativo de la realidad y el subjuntivo de la conjetura. El genio del idioma español organizó las concordancias, previó la sintaxis, se valió de los sufijos… Calentó las palabras árabes para que las usemos en nuestras expresiones más cálidas, enfrió los términos griegos para que definan las ciencias, acarició las voces indígenas que fue descubriendo y las hizo suyas, dio valor a las voces más antiguas para que las sintiésemos interiores y placenteras…

Aceptó injertos de otros árboles cuyos frutos caían cerca, los regó y los asimiló para que no produjeran rechazo, y así le gustaron el «fútbol», el «rugby», el «tenis», «Internet», el «mamey», la «yuca», la «butaca», el «jamón», el olor de «jardín» (que tomó del francés), la «acequia» y la «aceituna»; incorporó también la fuerza del «huracán» y de muchas otras palabras prestadas, como las vecinas «capicúa» o «kiosco», «peseta» y «akelarre», «cobla» y «morriña»… Y llegó un día en que se sintió satisfecho de su obra y cambió de actitud. Entonces se mostró ya muy estricto.

Siempre fue lento, este genio. No perezoso, sino lento. Se toma su tiempo para todo. Se lo piensa, lo mira, le da la vuelta a cada término. Y se extiende poco a poco; confía en su capacidad de fascinación y no necesita de guerras. Las ha habido, claro. Y los guerreros llevaron allende los mares sus vocablos, los verbos y las preposiciones que con tanto mimo había lanzado al mundo. Eso inclinó a algunos a culparle de tropelías y crueldades, del cercenamiento de los fueros, de la dictadura de Franco y de la extensión del español en América. Pero con sus palabras se hizo la guerra como se hizo la paz.

El genio del idioma llevó unos términos allá y se trajo otros para acá, acompañando a los hombres y a las madres. Estuvo presente en todo cuanto acometieron los padres y las mujeres, pero nunca fue agente de nada. Sólo testigo. Quienes despreciaban su lentitud intentaron que se infiltrase con rapidez en otros pueblos, forzaron su ritmo y no le dejaron actuar en el terreno que más le había valido hasta entonces: la seducción. El campo de la coquetería le habría bastado para seguir creciendo, con la fuerza de la necesidad y de la costumbre, como le había ocurrido para sustentar el negocio de las lanas castellanas, contribuir a la difusión del textil catalán o dar salida a la ganadería de Asturias y Cantabria. Porque el idioma castellano estaba destinado al encuentro de personas y de mundos. Al encuentro, no al choque.

Su genio podía aceptar los intercambios siempre que se le sumaran frutos y no se le quebrasen las ramas que soportan su entramado. Siempre despacio, por supuesto; siempre listo para el mestizaje, porque sus palabras suenan propias y castizas en la boca de un guineano, de un filipino, de un maya, de un europeo… La lengua española no tiene razas como no las tiene el genoma humano, con el que quizás entronca.

Pero al genio del idioma le forzaron para extenderse; y ahora algunos le fuerzan para que corra. No lo hacen los mismos, y sin embargo la insensibilidad se parece. Qué poco conocemos al genio de la lengua: desvirtuado por algunos historiadores interesados, arrinconado por los programas educativos (o poco educativos), vadeado por los periodistas modernos (que adoran al becerro de oro construido por tantas palabras manipuladas). A veces —no muchas—, el genio ni siquiera está de acuerdo con la gramática, ni con el diccionario.

El calmo caminar del genio de la lengua nos lo presenta como perdedor en esa carrera que se le obliga a disputar contra los ordenadores, los nuevos aparatos, los descubrimientos científicos o las naves espaciales. Siempre parece llegar tarde, pero ése es su carácter. No tiene prisa porque sabe que con el tiempo todos volvemos a él para dar con los significados profundos, identificar los cromosomas de cuanto decimos y aislar las clonaciones de tantos vocablos adosados que tapan los verdaderos sentidos geniales de nuestro vocabulario y arruinan su ADN (esos genes que podemos identificar para comprender el sentido último de las palabras).

Nuestro genio parece un perdedor, pero al cabo se demostrará que su carrera tenía la meta más lejos. Y aún no sabemos hasta dónde piensa llegar. Su empuje crece y su territorio se agranda. Algunos le interponen cortafuegos (el «espanglish», el «portuñol») para que no avance, y le arrojan palabras contaminadas que le inoculen un virus destructivo, un pulgón depredador que provoque no sólo el desuso de la vieja cultura del español sino, sobre todo, el complejo de sentirse inferior por haberla ideado.

Nuestro genio sabrá defenderse, y hará valer por sí mismo la riqueza de todo el pensamiento que anida en el diccionario. Sólo necesita tiempo. Porque se trata, no lo olvidemos, de un genio eterno.

Por eso aún decimos «coche» o «carro» aunque no se inventaran con motores; por eso «colgamos» el teléfono, que ya no está en la pared sino sólo en la palma de la mano; por eso «tiramos» o «jalamos» de la cadena al pulsar el botón que la cisterna nos ofrece; por eso «embarcamos» en un avión y «navegamos» en la Red para buscar una «página»; por eso «corremos» en nuestro auto aunque estemos sentados en él (¡kur, kur!). Las palabras perduran por los siglos de los siglos, aunque nuestra vida sea ya tan distinta.

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