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Opinión
La píldora de Leila Guerriero

Diez años sin Fogwill

"Decir que era políticamente incorrecto es insultarlo. Es como decir, de un asesino serial, que tiene un problema de conducta. Pensaba en picado. Sin opción a eyectarse antes de chocar"

'Diez años sin Fogwill', por Leila Guerriero

'Diez años sin Fogwill', por Leila Guerriero

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Madrid

Era 21 de agosto de 2010. El ataúd estaba en medio de una sala de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y, aunque permanecía cerrado, la presencia del cuerpo yacente impregnaba los muebles antiguos, las paredes desnudas. Era como si él soportara su muerte mejor que nosotros. Había mucha gente joven, y todos parecían huérfanos y a punto de llorar. Supe de su muerte pocas horas antes, por el llamado de un amigo en común, el escritor argentino Elvio Gandolfo. Me dijo, con la voz cuidadosa del que va a dar una noticia triste: "Una macana: se murió Fogwill". Uno no olvida las palabras con que le anuncian que se ha acabado un mundo. La última vez lo vi, en su departamento, en medio de un caos epiléptico de libros, papeles, pipas, platos, sogas, ropa, comida, plantas, inhaladores para el broncoespasmo, era verano y él fumaba cigarrillos perforados con un alfiler para tragar menos humo. Tenía que operarse, porque los años de tabaco le habían comprometido la arteria ilíaca izquierda, pero decía que no pensaba hacerlo porque, si la operación salía mal, tenían que amputarle ambas piernas y entonces prefería morirse. Esa tarde lo acompañé hasta el mecánico. Fuimos en taxi y por el camino me dijo, sin miedo ni amargura: "Estoy en el final, loca. Una gripe manda a una persona a la cama, pero a mí me manda al foso". Eso fue, más o menos, lo que pasó: regresó a Buenos Aires desde un festival literario en Montevideo con una gripe fuerte, se internó en el hospital Italiano, y se murió. Tenía 69 años, una edad a la que la gente como él -un hombre más grande que la vida- no muere. Se llamaba Rodolfo Enrique, pero todos lo llamábamos por su apellido: Fogwill. Cada vez que lo nombraba me parecía estar invocando la ira de los dioses. Y él era eso: un semidiós colérico, un rabioso. A los 11 años manejaba un arma, a los 12 tuvo su primera moto, a los 15 su primer barco, a los 16 empezó a estudiar medicina, a los 23 era sociólogo, a los 38 publicista millonario, y a los 40 ya no tenía nada. En 1982 escribió en siete días –sostenido por veintiún gramos de cocaína- una de las grandes novelas argentinas, Los pichiciegos. Le siguió a eso una obra basta de cuentos, novelas, poemas y artículos periodísticos. Vivía en estado de guerra con las editoriales, con los escritores. En los últimos años, para presentar uno de sus libros, invitó a dos intelectuales que habían tratado su obra despectivamente. La presentación salió estupenda y él se fue ofuscado, porque los intelectuales hablaron de su libro demasiado bien. Se preocupaba por la salud de los amigos, daba consejos de crianza, leía a los autores más jóvenes que, en muchos casos, le deben la publicación de sus primeros libros. Era un forajido, con un rostro de virilidad asombrosa. Nada debió ser más difícil que ser hijo de él. Su hija Vera escribió una semana después de su fallecimiento: “Ser la hija de Fogwill (...) es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu (...), intentar ser persona siendo el hijo de un animal”. Su bestia negra era la corrección política, el mundo progre. Intervenía en la conversación pública dejando un rastro de sangre y arañazos. Una vez escribí que "Decir que era políticamente incorrecto es insultarlo. Es como decir, de un asesino serial, que tiene un problema de conducta. Pensaba en picado. Sin opción a eyectarse antes de chocar". En agosto se cumplieron diez años de su muerte. Yo extraño la forma en que era capaz de iluminarnos con su profunda indecencia, con su ausencia absoluta de miedo.

 
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