Peter Kaldheim: "La inseguridad es lo peor de vivir en la calle"
Entrevistamos al autor de 'El viento idiota'. El escritor se vio obligado a escapar de una vida rota por la droga y los excesos, de una vida desperdiciada. Su peregrinaje en autostop por Estados Unidos le llevó a vivir como un vagabundo más, donde encontró cientos de historias como la suya rotas por la locura de vivir
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Peter Kaldheim: "Escribir es un acto de humildad"
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Madrid
Afirma nuestro entrevistado que escribir es un acto de humildad. Por eso, un día decidió dar forma a las notas que redactó durante un viaje que le llevó a recorrer miles de kilómetros. Escapaba de una vida rota por la droga y los excesos, de una vida desperdiciada. Su peregrinaje le llevó a vivir como un vagabundo más, encontró cientos de historias como la suya, rotas por la locura de vivir. Sabe de historias tristes y de vidas con poca esperanza pero también de la gran generosidad de los más marginados, de aquellos que no tienen nada. De aquellas notas han surgido unas memorias maravillosas. Charlamos con Peter Kaldheim, autor del libro El viento idiota, publicado por Temas de hoy.
¿Qué es lo peor de vivir en la calle?
Yo diría que es la sensación de inseguridad que uno siente cuando duerme fuera y sin protección. También es duro físicamente. A menudo llueve, hace frío... Y otro aspecto difícil es que los que no están en la misma situación que tú y llevan una vida normal suelen mirarte con desprecio. Y eso se ve, se nota. Afecta a tu autoestima. Diría que la inseguridad de estar fuera en la calle es lo peor. Por eso hay tantas personas sin techo que viajan con un perro: no es por tener compañía, es porque así el perro les pude despertar si alguien se acerca demasiado o intenta hacerte daño mientras duerme. Es algo bueno para los que tienen perros, pero no estoy muy seguro de que los perros estén tan contentos de vivir en la calle, como tampoco los vagabundos.
Usted habla de la gente que lo mira mal cuando es indigente. Supongo que nota desprecio en la mirada, y otros que ni siquiera lo ven. Cuando uno es indigente se vuelve casi invisible.
En muchos casos es así. Yo en el libro describo una situación: estaba en Portland, en la costa Oeste después de haber hecho autostop por todo el país. Aún era invierno, hacía frío en la calle y un fabricante de chaquetas de invierno —Columbia Sportswear— donó 200 chaquetas al centro de asistencia de personas sin hogar para repartirlas entre los vagabundos. Cometieron un error: dieron a todos el mismo anorak. Cuando yo lo recibí pensé: "Fantástico tener este anorak calentito", pero en los días siguientes cuando iba paseando por la ciudad vi un ejército de gente vestida como yo. Al cabo de nada los ciudadanos normales se dieron cuenta de que los que llevaban ese anorak eran personas sin hogar. Tanto si lo parecían como si no.
Es muy complicado volver a la vida normal cuando uno acaba viviendo en la calle. Lo que es fácil es caer en la locura, supongo, ¿no?
Sí, desde luego. La parte más dura de reanudar una vida normal es conseguir un empleo. Cuando uno vive en la calle no tiene dirección ni número de teléfono, así que es difícil que un potencial empleador se ponga en contacto contigo. Y si luego vas a vivir a una pensión para gente de paso como conseguí yo cuando llegué a Portland, donde empecé a hacer donaciones de sangre para poder pagar unos días de alojamiento en esa pensión, incluso así las empresas saben cuáles son los nombres de esas pensiones donde se suelen reunir las personas sin hogar. Así que si pones esa dirección tienes pocas ofertas. Solo cuando conseguí salir de Portland y me fui a Seatle y empecé a buscar empleo en los anuncios del periódico conseguí que me dieran una oportunidad. Y así cambié de carrera profesional: pasé del mundo editorial a trabajar en una cocina. Fue un buen cambio para mí. Trabajé en el parque nacional de Yellowstone como ayudante de cocinero. Y tuve muchísima suerte porque el chef de todo el parque era del mismo barrio de Brooklyn donde yo había nacido, y fue una persona que me ayudó muchísimo, me enseñó muchas cosas y al cabo de un par de años ya era el chef del hotel donde yo trabajaba. Y seguí en ese sector durante 25, 30 años en mi carrera como cocinero. Así que fue una gran suerte: conocí a la persona adecuada en el momento adecuado, pero no se puede contar con eso, mucha gente no tiene esa suerte.
¿Qué tiene que pasar en una vida para que de repente se inicie esa espiral que acaba con usted en la calle? En su caso sé que hay un componente adicional, que es la droga.
Creo que en la mayoría de los casos la gente adopta la droga y hábitos autodestructivos porque han perdido fe en sí mismos. Muchas veces por la depresión, en la vida de uno ocurren cosas y uno no es capaz de asumirlas y se automedica para olvidarlas. Yo salí de una buena universidad, conseguí un empleo en el mundo editorial y tenía el gran sueño de publicar mi primera novela antes de los 25 años. Pero llegó mi 25 cumpleaños y aún no había escrito nada, o menos de un cuarto de una novela. Y me deprimí tanto por no haber conseguido terminar el trabajo ni haber tenido la disciplina de haber hecho las cosas que me había propuesto que empecé a beber demasiado, a salir por los bares donde había escritores de verdad para tener la sensación de que yo también estaba en el mundillo literario. Pero no me di cuenta en esa época de que estos escritores iban a beberse una copa después de haber estado trabajando todo el día, se estaban relajando después del trabajo. Yo iba desde mi empleo dela editorial al bar, en cambio hubiera tenido que irme a casa a escribir. Y yo seguía allí demasiadas horas y cuando llegaba a casa no estaba en condiciones de poder escribir lo mío. Al final llegó la depresión y entre el alcohol y luego descubrir la cocaína, que era muy prevalente y no la había probado nunca antes, me di cuenta de que casi te hace sentir como Superman, que no puedes hacer nada mal, aumenta tu autoestima. Claro que por la vía química, es una muleta que no necesitas.
¿Intentaba dejarlo en algún momento o era ya imposible?
Intenté dejar la cocaína muchas veces a lo largo de esos 10 años. Lo juro. Me juraba que no consumiría más drogas y duraba un día, dos... y luego volvía. Así que seguí tomando coca y sólo conseguí dejarlo cuando me había hundido hasta el punto de haber quedado en la calle sin hogar en Manhattan y me metí en problemas con un camello al que le debía tanto dinero y la única salida era abandonar Nueva York y salir, irme a la carretera como mi héroe literario Jack Kerouack en su libro 'En la carretera'. Pensé: si no salgo de Nueva York no voy a dejar nunca las drogas, y resultó ser la decisión acertada para mí. Además me fui en mitad del invierno, es una época muy dura para hacer autostop, pero fue una bendición porque el síndrome de abstinencia de la cocaína ni lo notas cuando estás en un clima tan frío. Sometes al cuerpo a unas temperaturas tan extremas que no te da para sentir nada más. Fue casi como curarme metiéndome en un congelador.
Pero usted no abandonó Nueva York para dejar de usar cocaína. Se marchó corriendo porque tenía una deuda con un traficante, ese personaje que en el libro se llama Bobby Bats, que es el que le proporcionaba la droga que usted también vendía. Supongo que la opción de quedarse en Nueva York era aparecer muerto en un callejón.
Es verdad que me largué porque no tenía otras opciones, pero yo había querido dejar la cocaína tanto tiempo que al final tomé esa decisión extrema y me pareció casi una bendición, era como matar dos malos pájaros con una sola piedra. Era lo único que me podría salvar la vida si no me escapaba de esa situación.
Inicia entonces un viaje sin nada por todo Estados Unidos, lo que le permitió conocer a todo tipo de personajes marginales. Personajes que, pese a todo, tenían un corazón que deseaban volver a conectar con el mundo de alguna manera. ¿Se puede ser feliz siendo una persona completamente sin hogar?
Es sorprendente, nunca lo hubiera esperado cuando salí de Nueva York, pero cuanto más conocía a gente que prácticamente no tenía nada igual que yo, más descubría que estaban dispuestos a compartirlo todo (comida, tabaco para liar, lo que tuvieran...). Si uno estaba dispuesto a escuchar lo que contaban —y yo como persona que siempre hubiera querido escribir me enorgullecía de saber escuchar—, conocí a un montón de gente que me trató con gran amabilidad en situaciones que nunca hubiera esperado que fueran así. Son las cosas que te hacen sentir muy humilde y te devuelve esa sensación de empatía por otras personas, algo que has perdido con la adicción cuando sólo piensas en ti. Fue una experiencia que me abrió los ojos, muy reveladora. Estoy muy contento de haberla vivido aunque fuera una manera muy difícil de volver a conectar con el mundo.
Hábleme un poco de la relación con las ciudades cuando uno no tiene nada. ¿Hay ciudades que son más generosas que otras o mejores con los indigentes?
Sí, es verdad. Algunas ciudades no tratan nada bien a los vagabundos. Nueva York es un ejemplo. Cuando llegué a la costa oeste fui a parar a Portland (Oregon), y la gente allí era muy generosa por alguna razón. El hecho de tener un invierno más suave convertía a esa ciudad en un buen destino para gente que vivía en zonas más frías como Denver (Colorado) o los estados de las Montañas Rocosas en los que es imposible sobrevivir fuera, en la calle, durante el invierno. Muchos de los sinhogar de esas zonas iban a Portland a pasar el invierno. Y la gente de Portland tampoco quería ser la Meca de indigentes de otras ciudades, pero tenía suficiente corazón como para crear un sistema de ayuda que permitía a la gente salir de la calle si hacían un esfuerzo de ponerse en contacto con los servicios de ayuda a los indigentes. Yo conseguí vales para comprar comida, y también había un programa que te ayudaba a sufragar la calefacción si eras pobre y no podías pagar las facturas en invierno, te daban un subsidio siempre que tuvieras casa. Y si no, si vivías en la calle te podían dar un subsidio si conseguías pagar una pensión durante una semana: te daban el recibo y entonces podías ir a la oficina donde daban los subsidios y te pagaban seis meses de alquiler más en esa pensión. El dinero iba directamente a la pensión, pero como mínimo tú tenías un lugar donde poder vivir hasta que llegaba el buen tiempo. Para mí eso fue como un regalo llovido del cielo.
En esa manera de escribir en la que usted relata las ciudades en las que vive y su relación con ellas, cuenta una cosa de Nueva Orelans especialmente preocupante: dice que cuando hace falta mano de obra para trabajos comunitarios la policía saca a los borrachos a la calle para detenerlos y que los jueces puedan sentenciarles para hacer esos trabajos comunitarios. ¿Esto lo ha visto usted?
Sí, ocurrió de hecho cuando estuve en Nueva Orleans. La primera noche que llegué a Nueva Orleans estuve en un centro de acogida, y mientras estaba en la cola esperando la cena un señor mayor, negro, que estaba también en la cola conmigo me preguntó si quería echar un sorbo a su botella de vino, y yo le dije: "No, no, gracias, estoy intentando no beber más". Y me dijo: "Bueno, pues aunque no bebas, cuidado no tropieces, porque si tropiezas en una grieta en la calle la policía te va a arrestar por estar borracho en público. Eso pasa cada año en esta época". Y resultó que yo había llegado dos semanas antes de los desfiles del carnaval de Nueva Orleans. Montan gradas para que el público pueda mirar los desfiles, y me contó el señor que te mandan a la cárcel y el juez te condena a hacer trabajos comunitarios y así montar las gradas para carnaval. Y un par de días más tarde, mientras dormía en un parque en el centro de la ciudad escuché un ruido de metal entrechocándose, y la gente que montaba las gradas eran unos hombres con uniforme de la cárcel, así que sí, me consta que ocurría.
Fueron muchas desventuras por las que pasó, pero también encontró personas amables, y supongo que es algo poco habitual que alguien sea amable con una persona que está tumbada en un banco.
Cuando uno está sin techo, los otros sintecho son los que mejor pueden comprenderte. Cuando llegué por primera vez a Portland pasé una noche en un centro de acogida para vagabundos y conocí a un señor que tenía una leve discapacidad mental; empezaba todas las frases con la misma palabra: 'anyway' ['bueno', en español], y yo por eso en el libro lo llamo "John Bueno". Fue una de las personas más amables que conocí, un hombre divertido. La primera noche le ofrecí la mitad de mi bocadillo y me dijo: "No, no, ya he cenado". Y yo, mientras le ofrecía el bocadillo estaba masticando la otra mitad y el señor va y me dice: "No deberías hablar con la boca llena, eh". La verdad es que me reí mucho porque me estaban dando lecciones de buenos modales un vagabundo en un centro de acogida. Resultó que John Bueno fue como un regalo del cielo, conocía al dedillo todos los servicios sociales de Portland: qué centros de acogida te dejaban dormir sin demasiado rollo religioso, cuáles eran los comedores sociales que tenían los Donuts menos podridos... fue una fuente de información valiosísima.
Hemos pasado por alto que usted pasó un tiempo también por Rikers Island, que es la cárcel de Nueva York. Se dice que es una de las más peligrosas del mundo. Supongo que allí vería cosas que nunca va a olvidar...
Sí, me alegra no haber pasado más que unos pocos meses en la cárcel de Rikers. Siempre ha sido una cárcel terrible, pero en los años 80 era fatídica. Cuando estuve allí era el punto álgido de la epidemia de crack en Nueva York. Por suerte yo nunca me dediqué a fumar cocaína, pero bastantes de mis amigos acabaron tomando crack y murieron al cabo de un par de años. En la cárcel había una superpoblación increíble: en celdas diseñadas para dormir unas 40 personas metían a 100. Y en la época en la que yo estaba allí la gente se colgaba en las duchas. En mi bloque yo nunca lo vi, pero sí oí a algunos guardias que decían: "Mira, otro perdedor atado a la ducha". En esa época una de las frases más conocidas era que te decían que tenías que atar bien el jabón cuando te duchabas. Pues estos decían "un perdedor atado en la ducha", en vez de el jabón de la ducha atado.
Me gustaría que concluyéramos esta entrevista con el final del relato, que es con usted pescando en algún lugar de Long Island, en Nueva York, que es donde vive ahora. ¿Cómo llega a rehacer su vida y en qué medida la literatura forma parte de esa redención?
La literatura siempre ha formado parte de mi vida, mi madre me enseñó a leer incluso antes de hacer primero de primaria. Y he sido un gran lector, la lectura me ha salvado durante épocas muy difíciles de mi vida. Yo ya llevaba más de 30 años viviendo fuera de Nueva York, pero en un momento dado después de la muerte de mis padres volví a ponerme en contacto con mis hermanos, que eran más jóvenes que yo, y empecé a visitarlos en las vacaciones de verano. Yo vivía en Montana y vi que cada vez tenían peor salud, y cuando conseguí jubilarme en la universidad donde trabajaba, en Bozeman, Montana, me mudé a la casa donde vivían ellos en la costa este para poderlos cuidar. Y me alegro mucho de haberlo hecho porque vivieron tres años más, pasamos juntos tres años más hasta que el cáncer se los llevó en la misma semana con cuatro días de diferencia. Y para mí fue una bendición poder pasar ese tiempo con ellos y acabé siendo el único superviviente de la familia, así que heredé la casa, tuve mucho tiempo para mí mismo y conseguí volver a escribir. Y mientras no escribía me encantaba pescar. Mi padre era noruego y me enseñó a pescar de pequeño y mi casa está a unos 130 kilómetros de una de las mejores zonas de pesca de la costa este, y yo paso cinco o seis meses pescando tres días por semana. Me divierto muchísimo.