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Decía la Duras

Espido Freire revive las palabras de Marguerite Duras abordando las contradicciones y contrastes que nutren la obra de esta escritora.

Diana Cid

Madrid

 Decía Marguerite Duras: “Yo soy una escritora, no vale la pena decir nada más”. Con esa frase resumía el enigma que siempre perduró alrededor de una autora que narró sus intimidades más vergonzosas, sus dolores más profundos, y que, aun así, resultaba inalcanzable y misteriosa, iracunda y tierna.

Decía la Duras

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Resulta sencillo caer en la tentación (tantos lo han hecho ya) de recordar a la Duras como la adolescente preciosa, de labios rojos y trenzas infantiles que se transforma, por arte de magia y de la carne, en una nínfula apasionada en El amante. Bajo la capa de escándalo (Flaubert hablaría mucho de lo que hacía que la gente bien pensante se escandalizara, algo que le encantaba) la historia es convencional y la sociedad sabe asimilarla: otra lolita que confirma que, en realidad, en toda niña anida la voracidad de una vampiresa.

Sería tan conveniente como ineficaz aclarar que ni El amante ni El amante de la China del Norte apoyan esa teoría. Ante todo, la Duras es matiz y subjetividad, es un sentimiento y su brutal contrario. Nos resulta tan sencillo verla seductora y jovencísima como ya mayor, las gafas gruesas, el cuello corto y la mirada endurecida: una es la escritora antes de serlo, sensual y grácil, la otra obedece a la imagen de intelectual más extendida, una mujer asexuada, bronca y difícil.

Con esos dos tópicos intentamos que encaje en algún molde una voz que no los soportaba. La incómoda, la Marguerite que durante muchos años se ocultó es la que a mí más me interesa. La escritora de los rescatados Cuadernos de la guerra, una obra de juventud en la que vemos cómo usa su biografía para construir la ficción, y en la que el desgarro y la contradicción afloran antes de que aprenda a narrarlos de manera más efectista.

Ahí encuentro a la resistente que tiene un amante mientras su marido, prisionero de los nazis, permanece desaparecido. Narra el odio que le merecen los alemanes, incluso los niños inocentes, y cómo se avergüenza de él, pero no puede ni quiere evitarlo. Habla de la miseria de los cupones de racionamiento y de cómo su cansancio le ha devorado las ganas de vivir en un momento en el que el ánimo alto es una consigna nacional. Cuenta cómo se siente inferior a otras mujeres de refugiados que sí han sido impecables, fieles, sin fisuras.

En esos años que los diarios cubren ella es joven y bonita, dura y terrible. La lucidez, su mayor tortura como individuo, no la abandona ni en los momentos en los que la propaganda social hace que el ciudadano no piense, no se cuestione nada. Por supuesto que esa autora resulta incómoda, por supuesto que no hemos leído nada similar a lo que ella nos propone. Lo rechazará quien busque evasión y diversión en la literatura, no les gustará a los bienpensantes, irritará a quienes tienen una idea arquetípica de la feminidad, que somos casi todos, hombres y mujeres.

Decía la Duras que sus emociones eran cosa de ella. Eso nos parece muy bien, justo y valiente, hasta que entendemos que con ello nos indica que las emociones que nos provoca son también nuestro problema, y no el suyo. Y ahí comienzan las resistencias y las negaciones. Ahí surge, de nuevo, la incomodidad con esa figura que no podemos encasillar. Sus últimas palabras, recogidas en 1995 en Cèst tout, reinventan de nuevo su imagen. Siempre se estaba contando, siempre removía su pasado para extraer de él algo que explicara su caos. No vale la pena decir nada más.

 
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