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crónica | Benjamin Clementine

Benjamin Clementine, ¿genio o caradura?

El artista británico ofrece en Barcelona un recital desconcertante y brillante

El británico Benjamin Clementine durante el concierto que ofrece esta noche en Barcelona, en el que presenta su último disco "I tell a fly". / Alejandro García (EFE)

El británico Benjamin Clementine durante el concierto que ofrece esta noche en Barcelona, en el que presenta su último disco "I tell a fly".

Barcelona

 Si Benjamin Clementine solo tuviese dos canales de televisión, como había antaño en este país, los tendría sintonizados de modo que en uno programaría conciertos de Nina Simone en bucle, y en otro, episodios de las tres temporadas de The Leftovers. Viendo a la diva, se fijaría en sus modales, en sus destellos de genio, en sus cambios de humor, en su pericia tocando el piano, manejando registros imposibles con su voz y, sobre todo, jugando caprichosamente con el entorno. Clementine es un poco así. Cuando le apetece, se ríe con la audiencia y les hace corear hasta la exasperación, y cuando quiere -o se le gira la cabeza- se enfada e incluso amenaza con matar a quien hable, aunque sea con un simple susurro. No hay término medio en su caso, es blanco o negro. El pianista tiene destreza para provocar; con una mirada tiene bastante para decir cosas mientras otros necesitan un pergamino para que cuaje el mensaje. Definitivamente, su imagen es la de un alienígena venido de Marte.

Igual sale con un abrigo largo en pleno verano sin decir nada, excepto cantar con la vista disparada al cielo, que irrumpe como un hawaiano con camisa blanca y coro de góspel con féminas para arroparle con un tono festivo, diametralmente opuesto a lo expuesto con anterioridad. Benjamin Clementine no lo pone fácil, ni siquiera con sus discos, prueba de ello es su segundo ataque discográfico I tell a fly, una obra indescifrable, claustrofóbica. Escondiendo un concepto sin fin, con mil recovecos, un álbum ideal para quien quiera descubrir en cada escucha un detalle nuevo, una sorpresa inesperada. Como en sus actuaciones, con un decorado siempre distinto. Esta vez rodeado por maniquíes, algunos son niños, también hay mujeres embarazadas. En un momento dado les quita los brazos, los tira por el suelo o los alza y los coloca sobre las teclas del piano. Él, y los tres músicos que le acompañan van ataviados con unos monos, no son blancos como los que llevan los personajes de The Leftovers, ni fuman compulsivamente como ellos, pero la actitud es similar. Si pudieran, también harían una comuna y rescatarían a sujetos para su causa, haciendo desaparecer a quienes le incomodan por gestos inapropiados.

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Este estrafalario ser tiene un potencial que ni él mismo se cree (a pesar de su egocentrismo), si fuese así exprimiría el limón hasta dejarlo sin una gota. Pero no lo hace, dosifica esfuerzos y mantiene la tensión porque así lo apunta un guion que varía según la noche, según su estado de ánimo, según las ganas que tenga de chinchar. Como su admirada Nina, ni tan lejos ni tan cerca. Cuando se pone serio, cuando aprieta las tuercas, como en el martillo pilón de God save the jungle, no tiene rival. Hasta que llega una canción tan bonita como Condolence (pieza estrella de su debut At least for now) y se empeña en estropearla con sus juegos malabares justo cuando no es necesaria tal frivolidad, por injustificable. Y aunque a menudo te saque de quicio, no muevas ni un músculo de tu cuerpo, tiene la facultad para mantenerte atrapado en su locura, en su atropello. Hasta que se despide con “Adiós”, sabiendo que a la próxima vas a repetir, porque él sí tiene la clave para apoderarse de tu mente y maniobrar ya sea para desesperarte o para amarle sin remedio. No sé aún si es un genio o un caradura. Y ciertamente, no creo que lo sepa nunca.

 
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