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Bill Evans, el descenso a los infiernos del pianista que murió de pena

El disco final de Bill Evans, dedicado a su hermano muerto, capta la esencia de toda la tristeza que el pianista mostraba en su música

Bill Evans durante una de sus últimas actuaciones en 1980 / GETTY IMAGES

Madrid

Cuando Bill Evans acariciaba las teclas blancas del piano, el mundo se paraba. Dejaba de girar, de latir, de respirar. Las teclas negras volvían a insuflar la vida y el proceso se volvía a poner en marcha dulcemente. Su peculiar cadencia y su inusitada dulzura a la hora de volar sobre las teclas generaron una música que trascendía las notas y sonidos para adentrarse en una dimensión puramente emocional.

Bill no tocaba el piano, tocaba el alma de los oyentes. Como el resto de aquella brillante camada, Evans creyó que las drogas lo hacían un músico especial. Como Charlie Parker o como Chet Baker, el pianista se adentró en lo más profundo de las tinieblas para encontrar su duende, para dar con las claves de su instrumento y como Chet y Charlie se dejó la vida en lo que sus amigos calificaron como el suicidio más largo de la música.

A diferencia de los otros dos genios, Bill aguantó mucho y su música vivió entre altibajos. Brilló en los días buenos y se defendió como pudo en los malos. A su muerte, en 1980, había dejado un inmenso legado de discos y actuaciones. Su mayor aportación, al menos la más reconocida, fue aquel piano seductor del Kind of Blue de Miles Davis, uno de los genios más puros del siglo XX y que siempre reconoció a Evans como una de sus más grandes influencias.

Portada del último disco de Bill Evans

Portada del último disco de Bill Evans / EVANS

Viajar por la música de Bill Evans es recorrer el mapa emocional del ser humano, cruzar melancolías, atravesar traiciones, sobrevolar breves momentos de éxtasis. Su sonido, siempre limpio, mezcla de un estilo clásico y una excepcional habilidad para la improvisación, sugiere más que muestra y aún así muestra más que cualquier otro. A 37 años de su muerte hay más de un centenar de obras con su nombre en la portada entre grabaciones originales y recopilatorios más o menos apañados. Su último trabajo, sin embargo, sigue teniendo un algo especial, un algo difícil de calificar. Deprimido por el suicidio de su hermano Harry y totalmente enganchado a la cocaína, Bill canceló conciertos y bajó el ritmo. Pero antes de morir volvió al estudio a grabar su testamento, un álbum dedicado a su hermano. We will meet again se publicó en 1979, meses antes de la muerte de Bill. Una hora y un minuto de una música enferma y dolida que sin embargo desprende instantes de enorme belleza y que es como un viaje por la memoria en donde los buenos y malos recuerdos conviven con la obligada armonía. Es un disco final perfecto, profundamente honesto. Puro. Hermoso. Bill Evans murió el 15 de septiembre de 1980. Murió de pena, de una pena cirrótica y hepática. Su cuerpo fue enterrado en Baton Rouge, en la sección 161 del Roselawn Memorial Park. Junto a su hermano, para estar juntos de nuevo como rezaba el título de aquel último álbum que se llevó el Grammy un año después.

 
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