A media tarde
Las rebanadas de pan, dos dedos, cubiertas con una generosa capa de pralín. El chorizo frito, cuya grasa chorreante se colaba entre los ojos del pan blanco, que había que comer con las manos bien extendidas, lejos de la camiseta que, pese a todos nuestros esfuerzos, acabaría con las delatoras manchas rojizas
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Historias a media mañana con Espido Freire (29/05/2017) - A media tarde
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Madrid
Las rebanadas de pan, dos dedos, cubiertas con una generosa capa de pralín. El chorizo frito, cuya grasa chorreante se colaba entre los ojos del pan blanco, que había que comer con las manos bien extendidas, lejos de la camiseta que, pese a todos nuestros esfuerzos, acabaría con las delatoras manchas rojizas. El esplendor de las naranjas, bien peladitas y libres de todo resto blanco, repartidas sobre el plato en el que se espolvoreaba azúcar, canela (si se olfateaba con demasiado entusiasmo hacía estornudar), y un chorretón generoso de aceite verdoso. El humilde gofio, los bollos de mantequilla del norte, las tostadas con una miel... tostada o con arrope que se esparcía con cucharas de madera.
Ese antojo a veces resuelto por una abuela que nos lo leía en los ojos y que sustituía la merienda anodina por unas lonchas de tocino en que se hundían los dientes, o que había preparado pestiños, o chocolate. Las madres de los amigos que nos perdonaban el vaso de leche, con esa nata repugnante que se formaba mientras se enfriaba, o que eran tan modernas que tenían quesitos, o petit suisse. El membrillo que dolía en las caries, la mortadela con aceitunas de un verde casi imposible, el jamón que se deshacía en hilos que duraban toda la tarde entreverados en las muelas, la mermelada casera que se escurría sobre la mantequilla, el lujo del exótico pan de molde untado con margarina y jamón de york y una loncha de queso sintético, aquellos sabores, esas meriendas.