La última vuelta

Madrid

Se enfrenta Antonio a la gran carrera ante el Cónsul, el final de su vida bajo las ruedas de una cuádriga volcada, o el laurel de quien ha vencido al miedo, a los enemigos y a la nerviosa impaciencia de los cuatro caballos temblorosos al otro lado de las riendas. Aúllan lejos, borrosos, los espectadores en las gradas. Buscan velocidad, y sudor, y quizás algo de sangre que sacuda la aburrida vida provinciana, la monotonía de sus vidas del amanecer a la noche, la recogida del trigo, el comercio con la Bética; los esclavos y los señores se confunden, gritan los nombres de los aurigas y de los caballos más conocidos. Entre ellos, dos de los de Antonio. Son pintos, de cuello grácil y voluntad de hierro. Giran, se encuentran en la tercera vuelta. El viento frío golpea su rostro, entrecierra los ojos por el polvo y la fuerza de la inercia. La garganta le arde en un grito que hace que los caballos muevan las orejas en asentimiento, obedientes a la voz del amo que les azuza.

Atrapado en la rotonda, Antonio sueña. Aún hay hielo, ha habido un accidente dos kilómetros más allá, avanzan por la carretera como una hilera de orugas procesionarias. Le agobia la calefacción, le asfixia el reloj en la muñeca, que le indica que ya llega tan tarde que casi llega pronto. Mueve el volante, avanza veinte metros. Luego, regresa al Circo, grita a sus caballos, se prepara para la última vuelta. Allí, al menos, siempre gana las carreras.