A su derecha

Madrid

Todos los días ensaya sus discursos ante el espejo del baño, con los churretes de la pasta de dientes de los niños y algunas salpicaduras de origen menos confirmado. Cierra la puerta e intenta no emocionarse demasiado, porque se moriría de vergüenza si alguien supiera que tiene que practicar una y otra vez para que no le pueda el miedo escénico. Cierra los ojos, visualiza a su audiencia y luego la multiplica por dos, por diez, por cien. Entra con ademán firme en un auditorio lleno; con el siguiente paso es ya un campo de fútbol repleto; luego añade pantallas gigantes, internet, frases virales. Se seca un inicio de sudor en la frente. Inspira, suelta el aire con suavidad.

Se centra en el espejo. Tiene esas ojeras permanentes que no sabe si inspiran desconfianza o ternura. Conoce de memoria su discurso, incluso si es nuevo. La memoria nunca le ha fallado: las piernas, esas viejas temblonas, sí. La voz, que se quiebra en gallitos adolescentes, es otro punto flaco. Cuando tiene que hablar en público debe arropar al adolescente desgarbado y encogido que le domina con una capa de seguridad invisible. Depende de ella. La arrastra por el cuarto de baño, como un senador romano envuelto en una toga. Es Marco Antonio, es Marlon Brando. Se dirige de nuevo a una audiencia invisible: Amigos, romanos, compatriotas, escuchadme.

Retiene ese tono, ese ímpetu. Y luego, prueba a aplicarlo a su discurso de hoy:

-A la derecha, pueden ver la magnífica planta barroca del Palacio de los…