Hablar por HablarLa llamada de la Historia
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Llamada de la historia

Amelia Earthart

Madrid

Mi abuelo creía que mi padre no era un ser capaz de mantener a la familia de una manera digna. O más bien de una manera holgada económicamente, así que me crié con ellos, con mis abuelos. Fui feliz, tuve una vida acomodada, y seguramente fue esto lo que me permitió desarrollar mis inquietudes, que no eran pocas.

Me fascinaban todas las actividades físicas propias de niños, al menos en la época era así...hace unos cuantos años de todo esto que les hablo. Lo dicho, escalar árboles y todo tipo de aventuras eran mis divertimentos mientras guardaba, como una hormiguita, todos los recortes de prensa que caían en mis manos acerca de mujeres y hazañas. Estaba especialmente interesada en mujeres que destacaban en actividades que por aquel entonces eran solo cosa de hombres.

En una de las primeras mudanzas que hicimos por el trabajo de mi padre pude ver de cerca un aeroplano en una feria estatal, pero en aquel momento, con diez años, me pareció poco más que un cacharro oxidado. Las desventuras de mi familia llegaron al momento: alcoholismo en un padre que dejó de tener un trabajo estable, la muerte de mi abuela, quien me había criado, y el fracaso de mudarnos de nuevo tras un nuevo empleo para mi padre que terminó en la huida de mi madre conmigo y mi hermano, dejando a mi padre atrás.

Pude estudiar a pesar de todo en Columbia, y también hacer cursos de verano en la Universidad de Harvard.

Llegó entonces la Primera Guerra Mundial y fui voluntaria de enfermería. Llegaron entonces pilotos a los que curar y visitas al Campo Aéreo Real, donde quedé atrapada para siempre en la red de la aviación. Tras la guerra, en California, la familia disfrutaba de su reencuentro y yo de poder volar diez minutos en un biplano.

Supe que tenía que seguir volando, así que tuve la fortuna de contar con una instructora. Las mujeres de mi generación no tenían altos vuelos, precisamente, pero yo me empeñé en seguir adelante con aquello que más feliz y más libre me hacía sentir. A decir verdad, mi instructora no tuvo mucha confianza en mí, y nunca me consideró excesivamente capaz. Ni tan siquiera con mi primer récord: volar a catorce mil pies. Fui la decimosexta mujer en recibir una licencia de piloto de la Federación Aeronáutica Internacional.

Descubrí entonces que podía ser feliz también conduciendo mi Yellow Peri, en el que disfruté con mi madre de un viaje por el país. Pasado un tiempo, asociada con la Aeronáutica Nacional, me dediqué a emplear mi dinero en pistas de aterrizaje, aviones y sobre todo, en algo que tenía claro que tenía que hacer: promover la aviación entre mujeres. Fue poco después cuando un periódico me describió como una de las mejores pilotos de Estados Unidos.

Fue en 1928 cuando el capitán Railey me pidió ser la primera mujer en cruzar el océano Atlántico. La idea fue de una aristócrata que quería hacerlo y contaba con los medios para llevarlo a cabo, pero cuya familia se negó. Entonces, contrató a un publicista para que encontrase a la mujer indicada para llevarlo a cabo en lugar de ella. Por eso, cuando me eligieron a mí, me di cuenta de que esta llamada cambiaría mi vida para siempre. Además, que una mujer que quería hacerlo no pudiese realizarlo por los condicionantes, en este caso, por su familia, me animaba más a seguir con mi plan de volar y promover el vuelo, especialmente de las mujeres, a las que les faltaban muchas alas por aquel entonces.

Incluso cuando mi nombre empezaba a ser conocido, me pusieron un apodo basado en un hombre. Lady Lindy, en clara referencia a un piloto que había conseguido lo que yo un tiempo atrás. Los medios de comunicación y las conferencias consiguieron dar visibilidad a una mujer que un día decidió que quería volar, y que era yo. Veinte horas, cuarenta minutos fue el libro que publiqué con la ayuda de publicista aquel del que hablamos que terminó dándome a conocer al gran público mientras se casaba conmigo. Mantuve siempre mi apellido de soltera.

Organicé carreras aéreas para féminas, creé una organización llamada Las noventa y nueve, con otros pilotos. Cuando llevaba a cabo vuelos como el que hice, sola por el Atlántico, eran las sales lo que me mantenían despierta. No era capaz de tomar ni café ni té, así que oler sales me mantenía despierta.

En la travesía del Atlántico conseguí distintas marcas: primera mujer en hacer vuelo en solitario, primera persona en hacerlo dos veces, la distancia más larga sin parar por parte de una mujer, y marca por cruzarlo en menor tiempo. Un tiempo después, y ya estamos en 1937, anuncié mi intención de dar la vuelta al mundo utilizando una ruta distinta a la habitual. Quería volar siguiendo la línea del ecuador.

Miami, Sudamérica, África y las Indias Orientales. Este viaje lo hicimos, llegamos. Tras 33 mil kilómetros, la penúltima travesía consistía en ir desde Nueva Guinea hasta Australia. No vimos la isla, nos quedamos sin combustible, y así lo anunciamos por radio. A partir de aquí, la desaparición y las teorías.

Sé que el gobierno de Estados Unidos dedicó tanto mucho tiempo como mucho dinero a buscarnos. A mí y al compañero que volaba a mi lado.Yo sabía que era apoyada por mi marido, al que dediqué estas palabras antes de irme:

"Por favor debes saber que soy consciente de los peligros, quiero hacerlo porque lo deseo. Las mujeres, como los hombres, deben tratar de hacer lo imposible. Y cuando no logran hacerlo, su fracaso debe ser un desafío para los demás"

Adriana Mourelos

Adriana Mourelos

En El Faro desde el origen del programa en 2018. Anteriormente, en Hablar por Hablar, como redactora...

 
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