Abuela

Madrid

La habían llamado por la mañana, cuando todo había pasado ya, y si era sincera, todo este asunto le había molestado mucho; a Montse le hubiera encantado encontrarse al lado de su hija al dar a luz, apartarle el pelo de la frente y susurrarle alguna palabra de consuelo. Pero los jóvenes ya no hacían las cosas así, y a ella no le quedaba más que callar y conformarse. Se habían ido a la clínica ellos solos, y allí se dirigía ella, como si fuera una visitante más.

Cuando vio al niño se le olvidaron todas las quejas y se derritió por dentro. Aún sin poderse creer lo que ocurría, acarició la barbilla de su nieto, que movió la cabecita, en reconocimiento. Su hija, agotada, estaba a punto de quedarse dormida.

-Es igual que Miguel, ¿verdad, mamá? –preguntó, en un susurro.

Era cierto. El bebé era idéntico a su padre, incluso recién nacido: el mismo mechón de cabello rebelde, los ojos casi transparentes, una mandíbula más cuadrada de lo que era lícito a esa edad tan tierna. Incluso en el gesto de alzar las invisibles cejas recordaba al padre que, asustado, impresionado por todo lo vivido, apretaba la mano de su mujer en la cabecera de la cama. Montse miró al bebé y tomó una resolución.

-Qué tonterías, farfulló, con toda tranquilidad-. El niño es igualito a mí. Y no se hable más.

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