Entre el bullicio Caravanero y la soledad del Desierto
Palmira, la ciudad de las palmeras, o Tadmor, la ciudad de los dátiles. Ambas denominaciones hacen referencia a la fuente principal de vida de la legendaria ciudad del desierto: el oasis de Efca.
Madrid
Cuando los primeros viajeros europeos llegaron a sus restos arqueológicos, lo primero que les llamó la atención fue el agua que manaba por acueductos y canales, un agua que brotaba de las montañas cercanas y que había sido llevada hasta allí por el ingenio de sus habitantes.
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Este fértil oasis fue la razón por la que el emplazamiento se convirtió, desde sus orígenes, en un punto de avituallamiento estratégico de las caravanas que venían de Oriente y Occidente, lo que otorgó a Palmira una interculturalidad que todavía hoy podemos ver en sus manifestaciones artísticas, a caballo entre el mundo mediterráneo y asiático. Las casualidades de la historia hicieron que fueran precisamente dos comerciantes británicos de la English Levant Company de Alepo, los que atraídos por lo que se contaba de la legendaria ciudad, prepararan la primera expedición moderna de la que tenemos noticia gracias a Edmund Halley, en el siglo XVII, aunque ya el italiano Pietro della Valle nos habló de ella poco antes.
Por su ubicación en mitad del desierto, siempre fue, como señaló Plinio, una ciudad fronteriza, a caballo entre dos mundos, expuesta a las ambiciones de todos los que ansiaban ampliar sus dominios. Este carácter estratégico ha sido un arma de doble filo, pues le granjeó importantes beneficios económicos fruto del comercio, patentes en la monumentalidad de sus edificios, pero la situó siempre en el punto de mira de las campañas militares que tenían lugar entre el Éufrates y el Mediterráneo.
Fiel a su historia, Palmira se convirtió en un objetivo no solo estratégico, sino también simbólico, en la Guerra Civil que asola Siria desde 2011. Cuatro años después del inicio del conflicto, DAESH tomó el control del yacimiento. Los precedentes no anticipaban un desenlace alentador. La destrucción de la tumba de Jonás y el Museo de Mosul, parte de las murallas de Nínive, Nimrud, Khorsabad o Hatra eran unos antecedentes demasiado recientes como para albergar esperanzas. Finalmente, como se esperaba, fueron cayendo los monumentos más significativos de la ciudad, pero la primera desgracia fue personal: la decapitación de Khaled al-Asaad, quien fue el director del yacimiento durante buena parte de su era moderna. A su muerte siguió la destrucción de los templos de Baalshamin, Bel, las tumbas-torre, el arco triunfal, algunas columnas de la vía columnada y el león de Al-lat.
Apenas un año después de este frenesí de destrucción, el ejército sirio, con apoyo de Rusia, reconquistaba la ciudad y comenzaba a hacerse balance. A parte de los monumentos señalados, el museo había quedado arrasado y buena parte de las figuras que por su tamaño no se habían podido trasladar por la Dirección General de Antigüedades y Museos de Siria a lugares más seguros habían sido destruidas o decapitadas.
Rápidamente comenzaron a escucharse voces por todo el mundo que clamaban por la reconstrucción de la ciudad. En primer lugar se inició el desminado de las ruinas, sembradas de explosivos por DAESH. Luego se han comenzado a estabilizar zonas dañadas y finalmente, se ha comenzado a hacer una evaluación más profunda de los daños. La reconstrucción integral, que podría durar cinco años, es posible gracias a la ingente cantidad de documentación de que disponemos sobre la ciudad, pero solo una vez que el país haya recobrado una normalidad que, hoy por hoy, se antoja una quimera.
La destrucción de los monumentos más importantes de Palmira plantea diferentes reflexiones. La primera de ellas de calado más humano. Parece que nos preocupamos más por el patrimonio material que por la sangría de víctimas que han caído desde el inicio del conflicto, no solo en Siria, sino también en Irak. En segundo lugar, Palmira es la manifestación material de una cultura cuyo legado inmaterial está también en peligro: el mundo grecolatino y su herencia, que han conformado nuestro modo de pensar durante siglos, que han sido la base de nuestra propia civilización, está en serio retroceso en pleno destierro de las Humanidades en los planes de estudio. De esto tampoco nos lamentamos. En tercer lugar, una última reflexión: no hay que marcharse a lejanos desiertos para presenciar actos vandálicos contra nuestro patrimonio común. La desidia de la administración en la conservación de nuestra ingente riqueza material, la falta de concienciación de la población y actos vandálicos como las pintadas en el templo de Debod o la destrucción del mosaico de Écija, ponen sobre la mesa la necesidad de llevar a cabo una reflexión conjunta que nos ayude a no repetir los mismos errores que nos han conducido a esta situación.