Hitchcock el “maniático”
El estreno del documental “Hitchcock-Truffaut” nos trae de nuevo a las pantallas al genio del suspense. En “Sucedió una noche” nos acercamos al Hitchcock ser humano, recordando algunas de sus rarezas, manías y excentricidades.
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Alfred Hitchcock
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Madrid
Muchas de sus películas giran en torno a un hombre injustamente acusado de un crimen. La razón de esta obsesión está en el inmenso terror que Alfred Hitchcock sentía ante la policía. Cuanto tenía cinco años, después de haber hecho una travesura, su padre le mandó a la comisaría con una carta. El comisario después de leerla le encerró en una celda durante 10 minutos diciéndole: esto es lo que se hace con los niños malos. Pues bien, ese breve encarcelamiento le marcó de tal forma que desde entonces sentía pavor de la policía, hasta el punto de que jamás quiso conducir un coche por miedo a ser detenido por un oficial de la ley.
Otro rasgo obsesivo de Hitchcock era su conocida pasión por las mujeres rubias: “Me gusta el tipo de rubia fría –explicaba– frialdad aparente porque en el momento en que se ponen en acción todas las barreras se rompen. Ese tipo de mujer inglesa, todas parecen profesoras pero dentro de un taxi te pueden destrozar. Un tipo de rubia como Marilyn Monroe no me interesa, llevan el sexo colgado del cuello como si fuera un cartel.” El director era también muy detallista en cuanto al vestuario o el maquillaje de sus actrices. Había mucho de Pigmalión en él. La escena de “Vértigo” en la que James Stewart remodela a su gusto a Kim Novak es casi un calco de lo que Hitch hacía con sus actrices.
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Era también un maniático del orden y la puntualidad y sus horarios eran muy rígidos. Se levantaba invariablemente a las seis. Por la mañana rodaba hasta la una. A esa hora paraba y comía solo en un comedor privado. A las dos reanudaba la filmación. A las cuatro, después de dos horas exactas de trabajo, volvía a parar para tomar el té y tras bebérselo, otra de sus manías, estrellaba siempre la taza contra el suelo: “Es bueno para los nervios –decía– alivia la tensión. Es mucho mejor que pelearse con los actores”.
Pero quizá el rasgo más definitorio de su personalidad era su carácter bromista. En cierta ocasión dio una cena para 50 personas en un hotel de Londres e hizo teñir toda la comida de azul: la sopa, las truchas, el vino, todo azul, al igual que la vajilla o los cubiertos. En otra apostó con uno de sus cámaras a que no era capaz de pasar toda una noche en el estudio encadenado y a oscuras. El hombre aceptó y después de esposarle a una cámara Hitchcock le ofreció un vaso de coñac. El coñac contenía un poderoso laxante y ya os podéis imaginar el cuadro que se encontraron al día siguiente cuando todos llegaron al plató.
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Lo de esposar a la gente era algo que le encantaba. Durante el rodaje de “Los treinta y nueve escalones” Hitchcock quiso ensayar unas escenas de Robert Donat y Madeleine Carroll con unas esposas de verdad y “misteriosamente” la llave se perdió y ya no aparecería hasta el día siguiente. Donald Spoto, biógrafo del director, explicaba así porque Alfred Hitchcock era tan aficionado a gastar bromas de mal gusto: “La finalidad de las bromas de Hitchcock era que los demás se sintieran infantiles y dependientes. Aparentemente consideraba a la mayor parte de la gente como una amenaza. Tenían mejor aspecto, mejor educación, más socialmente aceptados… y sometiéndoles a una inesperada situación incómoda quizá sentía la sensación de atraerles al nivel en el cual él había vivido siempre.”
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Otras veces Hitchcock buscaba la reacción del otro, sorprenderle, asustarle, lo mismo que hacía con sus películas: “Tengo una pequeña perversión –contaba en otra ocasión– A veces, cuando un ascensor va lleno de gente me vuelvo hacia alguien que va conmigo y le digo: ‘Por supuesto no sabía que el arma estuviera cargada, pero cuando se me disparó le hizo un gran boquete en el cuello. Le voló un trozo de carne dejando al descubierto un montón de ligamentos blancos. Noté una humedad en los pies y era porque estaba en medio de un charco de sangre’. Cuando cuento esas cosas todo el mundo se pone rígido. En una ocasión una mujer imploró al ascensorista: ‘Déjeme salir de aquí, por favor’ y se bajó.
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A todas luces había un rasgo de sadismo en Hitchcock. Le encantaba ver a sus actores pasarlo mal. A Kim Novak en “Vértigo” le hizo repetir numerosas veces la escena en la que se cae a la bahía de San Francisco solo por el placer de verla una y otra vez secándose y volviéndose a mojar. Y en una escena de “Los pájaros” hizo que cosieran al vestido de Tippi Hedren varios hilos de nylon a cada uno de los cuales ató la pata de un pájaro. De esta forma, las aves al verse presas, se lanzaban enloquecidas sobre el cuerpo de la actriz. Otro detalle que confirma su sadismo es el gran interés que sentía por el acto de estrangular. Esa era su pose favorita en las fotos y el estrangulamiento aparece exactamente en 17 de sus películas. En “La soga”, por ejemplo, es casi el leitmotiv del film.
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Podíamos hablar también de su voraz apetito, de su renuncia total al sexo cuando aún no había cumplido los 35, de su costumbre de almacenar en casa kilos y kilos de papel higiénico o de aprenderse de memoria listas de horarios de trenes, una de sus lecturas favoritas. Pero la verdad es que todas estas excentricidades quedan disculpadas ante sus méritos. Más de 50 películas, la mayoría de ellas inolvidables. Qué tendrán los genios que siempre se libran.
Sucedió una Noche (3/4/2016): Las manías de Hitchcock
09:18
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Antonio Martínez
Lleva más de 30 años en la SER hablando de cine y de música. Primero en 'El cine de Lo que yo te diga',...