La firma de Angels Barceló del martes 23 de diciembre

Madrid

Esperanza Aguirre vuelve. De hecho, nunca se fue. La que fuera presidenta de la Comunidad de Madrid se postula ahora para la alcaldía de la capital española. Se ha ofrecido a Mariano Rajoy que, en un partido cuya democracia interna no contempla las primarias, es quien va a tener la última palabra.

Esperanza Aguirre no deja de ser una buena baza si el PP quiere recuperar un electorado entre enfadado y desconcertado por las políticas del gobierno de Mariano Rajoy. Ella siempre ha ido un paso por delante o un paso al lado, llámenlo como quieran, pero ella siempre ha sabido marcar una estudiada distancia con lo que se hace y se dice en la Moncloa. Es más rápida de reflejos, más buena en su exposición pública, más lista en sus movimientos y seguramente también más mala. Entiendan como mala, la maldad que la hace pensar siempre cómo puede salir ella victoriosa de las contiendas. Sobre todo esto es sobre lo que tendrá que decidir el dedo de Mariano Rajoy. Esta es, pues, la clave interna.

Y luego está la lectura que puedan hacer los ciudadanos. Porque en la cacareada regeneración democrática del PP tiene difícil cabida Esperanza Aguirre, la jefa del PP de la Gürtel. La trama corrupta con raices en la calle Génova y que ha campado a sus anchas por la Comunidad de Madrid. Aunque ella diga que fue quien destapó la Gürtel, lo que está claro es que con ella la Gürtel engordó de manera considerable.

Esperanza Aguirre no ha entendido que los ciudadanos ya están en otra pantalla. Que la renovación ha entrado en instituciones como la monarquía, en otros partidos como el PSOE o Izquierda Unida y que ha irrumpido otros movimientos que arrastran el descontento de la gente por todos los rincones del país. Ella se postula, ella, una política de la vieja escuela, del partido en el gobierno con claras conexiones con una de las tramas corruptas más importantes de la democracia, ella piensa que su futuro es ahora la alcaldía de Madrid. Si finalmente es la elegida le quedará la prueba de fuego, las urnas con unos votantes que han perdido la inocencia y que se mueven entre la indignación y la exigencia a sus representantes. Ellos tendrán al final la última palabra, los que decidirán o no enterrar un modelo de hacer política clasista y caduco. O seguir apostando por él. Su fuerza es mayor que la de cualquier dedo de cualquier presidente de partido.