Pollos crudos
Para unos, el canto del petirrojo; para otros, el picotazo del tábano

Ignacio Martínez de Pisón: "Pollos crudos"
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Madrid
En cierta ocasión, mi suegra le dijo a mi suegro: cuando uno de los dos se muera, yo me voy a vivir al campo. ¡Ay, el campo, esa ilusión de la edad tardía, ese sueño de armonía y serenidad para nuestros últimos años, tan bonito en las películas francesas y tan incómodo en la realidad, sobre todo para los que no conducimos!
Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: pueblos de setecientos habitantes que no tienen ni bar, gente apiñándose con sus móviles en un montículo para cazar algo de cobertura, ancianos con bastón sentados en el banco de la plaza en jornadas de ocho horas.
Para unos, el campo se asocia al beatus ille cantado por los clásicos y, para otros, a la Milana bonita de 'Los santos inocentes'. Para unos es Fray Luis de León; para otros, Gutiérrez Solana. Para unos, el canto del petirrojo; para otros, el picotazo del tábano. Adivinen a cuál de los dos grupos pertenecía el vanguardista Max Jacob, que definió el campo como “ese horrible lugar en el que los pollos pasean crudos”.
Lo que es innegable es que, ilustrando las teorías de Bergson sobre tiempo y duración, en el campo las horas pasan más despacio. A mí las tardes en el campo se me hacen larguísimas, casi tan largas como las comidas de Mazón en El Ventorro.