Opinión

Desaprender

Imposible no sentir vértigo y desazón por el desafío que les va a tocar vivir a los jóvenes de hoy al desvanecerse los valores del mundo que hemos conocido

El presidente de EEUU, Donald Trump / CRISTOBAL HERRERA-ULASHKEVICH (EFE)

El presidente de EEUU, Donald Trump

Madrid

Uno de los mantras más odiosos en los últimos tiempos de consultores hiperventilados, evangelizadores tecnológicos e influencers educativos ha sido el de la necesidad de desaprender. La idea es que la tecnología avanza a tal velocidad que todo lo que aprendimos en la escuela o la universidad pronto queda superado por nuevas formas de hacer las cosas. Y, para adaptarse, no basta con aprender lo nuevo, sino que previamente hay que olvidar lo que sabíamos sobre cómo se hacían antes esas mismas cosas. Nunca estuvo claro si había que desaprender para dejar sitio en nuestra limitada memoria o si era para no contaminar los nuevos conocimientos con el óxido de los viejos saberes.

Hoy, en el año I del Trumpismo, descubrimos cuánta razón tenían esos apóstoles del desaprendizaje. Porque no se trataba tan solo de olvidar conocimientos tecnológicos o profesionales, sino que los tiempos nos exigen ya olvidar (¿para siempre?) los puntos cardinales del mundo que hemos conocido: el progreso era retroceso; el derecho a ser diferente era una brutal imposición al resto de la sociedad; la investigación científica ya no es la base del progreso humano, sino una pantomima de las élites globalistas para engañarnos; defender la democracia y el Estado de derecho era un ataque a la libertad de expresión; las mejores universidades del mundo no eran un faro para el avance del conocimiento, sino una fábrica de manipulación ideológica; las vacunas no eran la llave para vivir más años y más sanos sino un ataque a nuestra integridad; y la justicia social era solo una excusa para castigar con impuestos a los grandes empresarios y la creación de riqueza.

Para qué seguir… pronto la tierra será definitivamente plana y se podrá volver a discriminar y marginar sin vergüenza ni disimulo a discapacitados, homosexuales y sufragistas, de los que ya podremos volver a hacer esos chistes que tanto echaban de menos tantos cuñados reprimidos por el maldito wokismo. No, no es ninguna ironía; basta leer con algo de atención la letra pequeña de las noticias que nos llegan del imperio. Desde el pánico de los investigadores ante el recorte brutal de la financiación pública al despido fulminante de funcionarios con discapacidad, que, evidentemente, no caben en los parámetros de eficiencia gubernamental del señor con un niño en los hombros.

Como ya le pasó a Stefan Zweig, tendremos que tirar al contenedor de la historia todo lo que creíamos en el mundo de ayer. Ahora que se acerca el segundo centenario de la muerte de Goya, duele acordarse de que ya nos advirtió aquello de que el sueño de la razón produce monstruos. Pero ahora, por desgracia, no estamos soñando, sino viviendo un cambio de era que no sabemos hasta dónde nos arrastrará. Imposible no sentir vértigo y desazón por el desafío que les va a tocar vivir a los jóvenes de hoy.

Para los mayores queda el consuelo de que ya es tarde para desaprender. Ni lo permite la escasa plasticidad de nuestras redes neuronales ni nos sale del alma. Como ya no tenemos remedio, va a ser imposible que nos quiten el privilegio de haber conocido esta civilización que se evapora por momentos y que estuvo a punto de elevarse sobre la barbarie y la inclemencia de la vida misma. Sí, con innumerables defectos, pero en la buena dirección que nos marcaron los ilustrados de hace casi tres siglos.

José Carlos Arnal Losilla

José Carlos Arnal Losilla

Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta, ciudad digital” (Ed. Catarata, 2021). Ha trabajado...

 
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