Impuestos
"Lo suyo es pensar en lo mucho que recibes a cambio de lo que pagas. Intentaré acordarme cuando toque la próxima declaración de la renta"
Hay gente que se declara feliz por pagar impuestos. Yo, por desgracia, no he llegado a ese nirvana. A mí no se me erizan los orgullos cívicos cuando liquido el IRPF, más bien al contrario: se me queda el ánimo lacio para todo el día, y hasta para el día siguiente. Es triste, pero es así. Incluso fantaseo a veces con vivir en un lugar libre de impuestos.
Ocurre que esos lugares donde Hacienda apenas aprieta no suelen ser como Mónaco o Andorra, en parte financiados por el contribuyente ajeno. Los paraísos de verdad “tax free” son más bien infiernos como Haití o Somalia. Acabo aceptando que los impuestos son un mal necesario, como la policía o la prensa. Los impuestos, en resumen, vienen a ser el precio que pagamos por la civilización.
Y la civilización sí nos gusta. Salir de casa y encontrar la calle limpia, caminar sin miedo, disfrutar, aunque disfrutar no parezca aquí el verbo adecuado, de escuelas y hospitales que consideramos gratuitos porque los hemos pagado de antemano.
Pongámonos en lo peor: si sufres una enfermedad grave, en un país como España puedes concentrarte en recibir un tratamiento de primera calidad en la sanidad pública; en un país como Estados Unidos, donde se ensalza lo privado, no sólo tienes miedo a morir, sino que te mueres de miedo ante la idea de que dejarás a tu familia arruinada bajo un montón de facturas hospitalarias.
Prefiero no meterme en los aspectos escandalosos del sistema fiscal: lo poco que pagan quienes más tienen y esas cosas. Para qué amargarnos la mañana. Ni vale la pena echar mano de sofismas como el siguiente: una multa es un impuesto que pagas por hacer algo mal; un impuesto es una multa que pagas por hacer algo bien.
Lo suyo es pensar en lo mucho que recibes a cambio de lo que pagas. Intentaré acordarme cuando toque la próxima declaración de la renta.
Me llamo Enric González. Les deseo un feliz día, aunque venga con IVA.