A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Sociedad

El amor tardío

"El momento perfecto se diluye antes de que podamos reconocerlo. Es un instante sobrevenido. Se esfuma rápido"

La píldora de Leila Guerriero | El amor tardío

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Buenos Aires

Una tarde de diciembre salí a correr por mi barrio, en Buenos Aires. Estaba exhausta, la noche anterior había llovido, esperaba encontrar veredas embarradas que me obligaran a mantener un ritmo anodino y lento. Pero en el sendero que atraviesa el parque las flores amarillas de las tipas -unos árboles altísimos que parecen haber bajado desde el cielo- se desprendían con la brisa y flotaban como una lluvia onírica en el aire que era un lago de luz. Corrí dentro de ese túnel ambarino sintiendo que la bravura me crecía por dentro. Que ese día era capaz de existir el doble, de vivir el doble, de cambiar el rumbo de mi vida. Se había abierto un umbral y todo estaba ante mí, dispuesto y peligroso. Seguí corriendo, pensando que ya habría otro momento en el que ese sitio luciría exactamente igual; otro momento en el que yo me sentiría igual de enorme y decidida. Pero eso nunca sucedió. El sendero nunca volvió a estar así, orlado de flores y de luz, dorado e iridiscente. Había sido la hora perfecta de un día perfecto y no lo supe ver. ¿Qué podría haber hecho? Demorarme. Mirar mejor. Atravesar el umbral, tener otra vida. No estaría pensando en esto si no fuera porque hoy, antes de salir a correr, leí un poema de Jane Hirshfield que dice: “La lluvia de afuera/ caía derechita,/ en líneas paralelas/ como dibujada por un chico./ Sin viento, desafilada, fría,/ esa lluvia tan pulcra/ como un destino que un amor/ tardío no interrumpe”. La idea del destino siempre me ha parecido una idea fascista, domadora. Algunos la reemplazan por la del momento perfecto, ese instante ideal en el que podrán pasar al otro lado del espejo y casarse o comprar una casa o irse del país o volver. Pero el momento perfecto se diluye antes de que podamos reconocerlo. Es un instante sobrevenido. Se esfuma rápido. El amor tardío -como metáfora de lo inesperado, de lo que no se podía pensar ni predecir, de lo que llega a destiempo, corrido del tiempo, salido del tiempo- lo desbarata todo. Para interrumpir al destino, si es que existe, no hay que esperar el momento perfecto sino arrojarse en el vórtice sin saber, y sin querer saber, qué va a pasar. Pocos pueden hacerlo. Yo, a veces, me creo capaz. En la luz de las tardes doradas, en la estela de los tiempos perdidos: en esas horas me doy mucho deslumbramiento y muchísimo miedo.

 
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