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Por influencia latina llamamos a esa actitud civilización o urbanidad, porque los romanos llamaban a la ciudad 'civitas' o 'urbe'

Seguramente la profesionalización nos haya alejado de la esencia de la política, grabada a fuego en la propia palabra que nos lleva a la polis griega, a la ciudad, a sus asuntos y a su organización, y a una forma respetuosa y educada de estar en ella. Por influencia latina llamamos a esa actitud civilización o urbanidad, porque los romanos llamaban a la ciudad civitas o urbe. La ciudad es una de las grandes construcciones del ser humano, por eso consideraba Aristóteles que todos éramos animales políticos, zoon politikon. Esa raíz griega generó después palabras relacionadas que nos permiten nombrar al policía o al cosmopolita, a las metrópolis o a las necrópolis.

La actividad del político profesional, el que rige los asuntos públicos o aspira a hacerlo, aparece hoy en la octava acepción de la palabra. Y, a renglón seguido, el diccionario recupera el espíritu aristotélico y nos dice que política es también la actividad de cualquier ciudadano que, con su opinión, su voto o de cualquier otro modo, interviene en asuntos públicos. Antes de acabar el siglo XIX ya entraron en el diccionario el sustantivo "politicastro" (1899), para nombrar al político torpe, rastrero o turbio, y el verbo "politiquear" (1869), que hoy dirigimos al que trata o hace política con ligereza o con intrigas y bajeza. Se documenta así lo evidente, que la mala fama de ciertos políticos no es cosa nueva.

 
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