El trabajo como lujo

Madrid

Creerán los que escuchan los cantos de sirena del desánimo que los derechos laborales son fruto de la casualidad o el destino. Bajan los brazos ante tantos que les cuentan sin ruborizarse que vivirán peor que sus padres y se instalan en una nostalgia inútil. Inútil en cuanto a la toma de conciencia de los trabajadores, aunque de gran ayuda para quienes pretenden apretar un poco más las tuercas de la precarización, los salarios bajos y los despidos a precio de saldo.

Oh, qué lástima, nos dicen, vuestro futuro será negro y ya no podéis aspirar a la dignidad de trabajar para vivir y sostener el estado del bienestar. Instalados en la queja victimista ni buscamos la raíz de este retroceso ni se nos pasa por la cabeza la posibilidad de que las mejoras en el ámbito laboral son cosa colectiva. Domesticados los sindicatos, publicitadas a bombo y platillo las migajas que se nos presentan como grandes mejoras, seguimos ensimismados en un narcisismo llorica.

Me avergüenzo, generacionalmente hablando, de no tener más capacidad para la lucha común y lo hago ante los muertos olvidados del XIX para conseguir que el trabajo dejara de ser esclavitud. Quienes obtuvieron la jornada de 8 horas, el descanso dominical, el fin del trabajo infantil o las bajas por maternidad nos escupirían a la cara si pudieran oír nuestros lamentos.

Y se rasgarían las vestiduras al darse cuenta de que los amos han ganado y no por la fuerza sino por la seducción. Se volverían a sus tumbas si descubrieran que nos han inoculado la mortífera idea de que el trabajo es lujo, es premio, es un regalo en vez de ser lo que es: la pieza clave y fundamental que mueve y sostiene el sistema, la fuente de riqueza de los que más tienen.