El mensaje de Maruja Torres a las jóvenes "esperanzadas" que le recuerdan cómo era ella a su edad

Madrid

Cuando era joven, pero muy joven, no me gustaban las ruinas, no le veía el qué a las piedras. Pirámides, templos, acueductos, vías y foros imperiales, estatuas. Ni siquiera las majestuosas fuentes, ni los mármoles, ni el Panteón ni el Partenón. Prefería a las personas. Tumbarme en la playa de una isla griega y enrollarme con gente de mi edad, tan desorientada y con tanta esperanza como yo, suponía para mí una forma mucho más válida para comprenderme y entender a los demás.

En mi vejez, me horroriza y me apena la indiferente que fui, pero a lo mejor es que sólo a los mayores nos pertenece el privilegio de hallar consuelo en las ruinas, de reconocer en ellas la gran lección consoladora del tiempo: que esto de ahora también pasará. Como pasaron los fastos sangrientos en el Coloseo, las crucifixiones de esclavos en la Via Appia y la persecución de los otros, las colonizaciones, conquistas, masacres y genocidios. Quedan las piedras, y ahora ya sé que siempre hemos sido iguales. Igual de depredadores, corruptos, vacilantes, tibios, cobardes, perversos, saqueadores, asesinos por libre o por la paga. Guerras de antes y guerras de ahora, tecnologías de antes, y tecnologías de ahora. La especie humana no es evolutiva, presume de su evolución, lo cual no es lo mismo. Como podemos comprobar en estos días.

Al regresar de Roma, en el avión, contemplé con ternura al grupo de jovencitas esperanzadas que venían a España a pasar unos días de vacaciones. Y les deseé que en su vejez la lección de las piedras restantes les ayude, como a mí, a superar la baba inmunda que la humanidad segrega.