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Un entreacto de normalidad en la obra de teatro 'freak' de la política

Tenemos, sin embargo, la sensación de que los líderes, poco a poco, van pasando de ser gente rara pero interesante a ser gente únicamente inquietante

Hubo muchos santos entre los reyes antiguos -pienso en Fernando III o en Eduardo el Confesor-, pero entre los presidentes modernos la santidad no ha sido la conducta más característica. Más bien vemos que incluso un político admirable puede ocultar a un personaje débil. Churchill encarnó una resistencia moral ante Hitler, pero le daba al whisky ya antes del primer café. Y Kennedy inspiró a toda una generación con sus discursos, pero sobre el valor de la fidelidad en la pareja no podía dar ni media charla.

Es muy plausible suponer que los políticos no son del todo como nosotros: la mayor parte de la gente desea estar con sus amigos y su familia, y no regir el destino de millones de desconocidos. Tenemos, sin embargo, la sensación de que los líderes, poco a poco, van pasando de ser gente rara pero interesante a ser gente únicamente inquietante.

Biden a veces parece no saber si preside los Estados Unidos o la Unión Deportiva Las Palmas. A Trump hay que ponerle a mano el Twitter para que no la líe con el maletín nuclear. Y de Milei no sabemos si es más excéntrica su política económica o la costumbre de hacer espiritismo con sus perros. Otros hay, en fin, que cruzan la frontera en un maletero. Es indudable que todos estos políticos nos dan grandes emociones, pero a veces uno desearía reservar las emociones para el arte y que la política traiga consigo un placentero aburrimiento. Quizá por eso hayan dejado un buen sabor de boca las gallegas: tanto Alfonso Rueda como Ana Pontón eran gente con la que uno podía encontrarse en una gestoría o en la cola para renovar el DNI. Un entreacto de normalidad en la obra de teatro freak de la política.

 
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