"Si dejamos matar personas, no seremos capaces de detener esta llaga mortal": la reflexión de Maruja Torres sobre los efectos del cambio climático

Madrid

El primer mordisco lo sentí sobrevolando Galicia a mitad de los años 80, después de una oleada de incendios provocados. Descubrir desde el aire inmensas calvas de terreno calcinado en donde antes hubo fronda y bosque fue la primera herida verde que registré.

El último pellizco, un reportaje en el New York Times que muestra la devastación que reina en el Jardín Botánico de Valparaíso, a causa de los incendios que han asolado parte del litoral chileno. Un tesoro que volverá a crecer, al menos las plantas nativas; si es que llueve. Otra cosa son las especies foráneas, aunque, como un símbolo de resistencia, han sobrevivido los árboles Gingko biloba, procedentes del Jardín de la Paz japonés que honra a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. El Gingko biloba creció precisamente un año después del bombardeo atómico de Hiroshima, entre las ruinas de un templo budista.

Más cerca, si camino por mi calle y llego a la plaza de las Comendadoras, y no quiero llegar, no quiero verlo, podré sentir la herida de la arbitraria tala de árboles que está sufriendo Madrid a manos de su ecocida clase gobernante. Y así es como se abre paso un nuevo sentimiento, el dolor de árboles, que es una pena verde, una melancolía de musgo a la que me temo que deberemos habituarnos.

Porque si dejamos morir y matar a las personas, no creo que seamos capaces de detener, no digo ya revertir, esa llaga mortal que es el cambio climático.