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'Lazarillo de Tormes', un clásico divertidísimo

Esta semana repasamos uno de los clásicos más interesantes de nuestra literatura, que vio la luz en pleno siglo XVI

Antonio Martínez Asensio

'Lazarillo de Tormes' es una novelita genial, anónima, editada en 1557, y que se nos presenta como la biografía de un desgraciado sin mayor alcance ni trascendencia, pero realmente está escrita a modo de crónica irónica, casi sarcástica, que trata de reflejar y cuestionar cada detalle del entramado la sociedad que la vio nacer.

En sus breves páginas, se reserva espacio para todos y cada uno de los perfiles diferenciables a mediados de siglo. Se cuenta en primera persona dando voz a un pregonero y construye una fórmula narrativa tan original que desembocará en un nuevo género, la novela picaresca. 'Lazarillo de Tormes' es divertidísima, excesiva, canalla y a la vez realista. No se la pierdan.

El Lazarillo de Tormes ve la luz en pleno siglo XVI, a mediados de la centuria, en una época singularmente extraordinaria, complicada y rica desde todos los puntos de vista: históricamente coincide con los últimos años del reinado de Carlos V, que no representan sino el comienzo de la decadencia de la “España Imperial”, gestada desde los años de los Reyes Católicos; culturalmente está presidida por el Renacimiento y, en consecuencia, recoge los frutos producidos por las dos grandes corrientes ideológicas de la primera mitad del siglo: el humanismo y el erasmismo. La primera persona, el microcosmos lazarillesco, presidirá rotundamente cada palabra de la obra, hasta el punto de que ésta no rebasa en ningún momento su testimonio personal. Pero, pronto nos damos cuenta de que se trata de un “yo” irónico, malicioso y aun corrosivo: es el punto de vista de un pregonero cornudo y desvergonzado, capaz no sólo de vivir de su abyección, sino también de airear descocadamente su propio envilecimiento. No es que se apueste por el hombre como centro y medida de todas las cosas, al dictado de los tiempos, sino más bien que se cede la palabra a un malnacido para que despotrique contra lo humano y lo divino, sin dejar títere con cabeza, aunque ruede la suya en primer lugar.

Una novela escrita con los materiales propios de la realidad hispana

Los materiales que nutren el Lazarillo no van a buscarse, ciertamente, a los grandes modelos literarios clásicos, franceses o italianos, sino a la realidad hispana más corriente y moliente de mediados del quinientos, a la vez que a la tradición folclórica. Una y otra se funden en tan armoniosa e indisoluble alianza, que resulta humanamente imposible desgajar lo histórico de lo cuentístico: gracias a la función catalizadora del “yo” seudoautobiográfico, lo primero queda literaturizado como simple “eco” realista, lo segundo protagonizado con “aires” de vivencia real, siempre gracias al inteligente diseño del picaruelo, criatura de ficción donde las haya, personaje auténtico si los hubo.

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Como señala Alberto Blecua, el Lazarillo, por el decoro del personaje, debe estar escrito en estilo humilde o cómico –‘grosero’ dirá su protagonista–. Su lengua, al igual que la condición de sus personajes y las situaciones, tiene que mantenerse dentro de los límites permitidos por la retórica. El estilo humilde tiende a una lengua de uso habitual, en la que se permite todo tipo de palabras ‘bajas’, impensables en los otros estilos, así como se exige la presencia frecuente de refranes y de frases hechas, o de barbarismos y solecismos. Son artificios que el autor utiliza sabiamente para dar ese tono coloquial, natural que recorre toda la obra y que produce en el lector la sensación de estar leyendo una epístola hablada.

Este artículo contiene fragmentos de la introducción de Florencia Sevilla a la edición de Penguin Libros.

 
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