Ser hipócrita en la vejez

Madrid

Muchas veces me preguntan si es verdad que los mayores, como ya no tenemos nada que perder, nos deslenguamos y decimos las verdades. Falso. Nunca he sido más hipócrita que en mi vejez, porque si bien tenemos poco que perder (nada es una palabra insondable), ese poco nos importa mucho.

Por ejemplo, imaginad que me diera por meterme, sin darme cuenta, en un mitinazo de Feijoo, viéndome apretujada por sus acólitos. En mi repugnante disimulo, podría gritarle “¡Bravo, bravo!”. Pero llegaría aún más lejos y, bramaría “¡Koon Hakabot”, bella expresión del yiddish que significa lo mismo, y con la que me camuflaría, espero, cual miembro del Gobierno de Netanyahu de sus amores.

Pero hay más. Imaginad que paseo por delante de la Audiencia Nacional, con mi cayado, en el momento en que doña María Dolores de Cospedal desciende de su coche para ir a declarar. Suponed que tropiezo y me caigo en uno de nuestros aclamadamente madrileños baches. ¿Qué queréis? ¿Que le grite “Qué hay de la caja B, morena, ¡qué morro tienes!?”

No. Por favor, por favor, le diría, pídale a su chófer que me saque de aquí; o déjeme, al menos, agarrarme al dobladillo de su falda para recuperar la vertical. En mi interesada bajeza, sería capaz de pedirle prestada la católica peineta de las grandes ocasiones para ir clavándola en el asfalto. Y así, arrastrarme hasta encontrar un bar y una birra para reponerme del asco que me daría a mí misma. Una nunca sabe de lo que es capaz hasta que se encuentra en situaciones extremas.