Seminci 2023 | 'Desconocidos', Paul Mescal y Andrew Scott bordan la historia más bella y triste de la temporada

Valladolid

La frase final de un buen relato nunca es una sentencia que deja todo atado y bien atado, sino una puerta abierta a pensar en esos personajes, en esa historia y en uno mismo. Es lo que consigue Desconocidos, la nueva película de Andrew Haigh. El cineasta británico había creado mucha expectación con esta película, que pasó por Telluride y dejó muy buenas críticas, pero no se había visto hasta ahora en festivales europeos. La expectación era real. Y es que es tremendamente hermoso cuando una película tiene el poder de emocionar y provocar una catarsis en el espectador. Así fue en Seminci, festival europeo que ha acogido la primera proyección de esta película.

Scott, cineasta británico que ha inspeccionado el lenguaje del amor y el desamor en películas como Weekend y 45 años, primero en una pareja homosexual en la primera y una pareja heterosexual y madura en la segunda. El director se decanta ahora por la fantasía y la exploración de los sentimientos en Desconocidos, adaptación de la novela Strangers, del escritor japonés Taichi Yamada. Uno de los atractivos era la elección de los protagonistas, dos de los actores más cool del momento, el joven irlandés Paul Mescal, nominado al Oscar por Aftersun y próximo Gladiator, y Andrew Scott, aquel cura fogoso de la serie Fleabag.

Si en Weekend el director se basaba en un realismo sucio y en una puesta en escena cercana al documental para contar un romance de fin de semana que acaba siendo algo más, en Desconocidos aboga por la fantasía y la ruptura del espacio y el tiempo. Algo así como lo que hacía la directora francesa Céline Sciamma en Petit Mamam. Los personajes de Scott transitan o levitan en un mundo solitario, como es el de las grandes urbes, donde nadie habla con nadie, donde nadie traza relaciones y donde la soledad se ve más, se nota más, se sufre más.

Así dibuja al protagonista, el personaje de Andrew Scott, un guionista que se enfrenta a la página en blanco y decide escribir sobre sus padres, sentado en su solitario apartamento en las afueras de Londres, donde solo vive un atractivo y triste vecino, Paul Mescal, con el que empieza un romance. Los viajes a la casa de la infancia hacen que se encuentre con sus padres, que tenían casi la misma edad que él cuando fallecieron en un accidente de coche. Y es ahí, frente a frente, cuando ese niño vuelve al duelo no cerrado y les cuenta su vida, les dice que es gay en una de las escenas más bonitas de la película.

Si algo consigue Haigh es trascender la historia íntima y emocionar, no solo a los espectadores queer, que hayan vivido ese momento con sus padres, que se hayan sentido solos en una infancia marcada por parámetros binarias, patriarcales y heterosexuales, que hayan tenido que lidiar con una relación tensa con sus familias, sino que consigue hacer la historia universal. Primero porque es una historia sobre el amor, sobre cerrar el pasado, sobre levantarse a pesar de las heridas, sobre mirar al otro y no rechazarle y sobre cómo enamorarse. El protagonista vive casi solo en un rascacielos, de esos que podría haber descrito Ballard, ve la tele, come comida preparada y pone música de otra época, como Frankie Goes to Hollywood’s. De repente, se da cuenta de que hay alguien más, un joven perdido como él, quizá más, embaucado por el alcohol, una de las lacras de una generación incómoda con una sistema basado en el éxito y la perfección.

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Decía Haneke que sin miedo no podríamos hacer películas, pues seríamos felices. El miedo es el que mueve a estos personajes, totalmente contemporáneos, urbanitas y extraños, como dice el título, y a la vez, cercanos a nosotros. Una dulce melancolía recorre toda la película, con tono ochentero para llevarnos a la infancia perdida del protagonista. Pero además, Desconocidos explica la enfermedad mental, la fina línea entre dejarse enredar por ella o conseguir, siempre con ayuda de los demás, levantarse y seguir.

La ensoñación literaria le sirve al director para recrear un encuentro entre esos padres y el hijo, con una casa intacta a como el niño la dejó cuando ellos murieron y con unos padres que encarnan la actriz Claire Foy, a la que conocimos por su papel de reina en The Crown, y Jamie Bell, al que conocimos de niño en Billy Elliiot. Pero también esta brillante premisa permite que el espectador se sumerja en los territorios más secretos de la infancia el duelo de los personajes y, aquí está esa catarsis del principio, en los suyos propios. Sin importar su identidad sexual o su mochila de traumas. Y es que los personajes de Haigh son como esa niña que describía la poeta argentina Alejandra Pizarnik, un miedo luminoso, como el momento en que se entra en la muerte.

Una melancolía difícil de describir, pues Haigh lo apuesta todo a lo sensorial en un juego compacto entre imagen y sonido con dos de las mejores interpretaciones del año en una historia que une lo bello con lo doloroso en cuestión de segundo. Rueda con elegancia y erotismo las escenas de sexo, la delicadeza entre los dos protagonistas y las conversaciones sobre el pasado y el presente de estos amantes tristes que son más que algo real, quizá una bella y necesaria proyección, como esas que nos hacemos constantemente para sobrevivir.