El otoño de nuestro achicharre
A estas alturas del año ya debiéramos sentirnos protagonistas de un anuncio de jerséis de cachemira
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Ignacio Peyró: "El otoño de nuestro achicharre"
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Shakespeare hablaba del invierno de nuestro descontento, y nosotros, que al fin y al cabo no somos Shakespeare, bien podemos hablar del otoño de nuestro achicharre. Hoy, 13 de octubre, cualquier conversación honesta en nuestro país tiene que empezar con dos palabras: ¡qué calor!
A estas alturas del año ya debiéramos sentirnos protagonistas de un anuncio de jerséis de cachemira, entre praderas bien mullidas y esas hojas doradas que saben encontrar el justo medio de placer entre la belleza y la tristeza. Y sin embargo, ahí estamos, barajando si bajar o no a la playa, sorbiendo el aire acondicionado y ocultando todavía los mapamundis del sudor en la camisa.
Nuestro país, sin duda, puede contarse desde el calor. El calor nos dio nuestra manera de beber y de vivir y nos trajo millones de turistas. Nos espoleó el ingenio para realizar grandes dones a la humanidad como el gazpacho o la siesta, y no me pongan a cantar las glorias de nuestra industria hortofrutícola, que no termino. Pero el calor también nos dio esa España que, desde el aire, parece un pellejo extendido al sol, un país con vastas regiones marcadas por la sed, una tierra donde no llueve nunca salvo cuando llueve demasiado.
A estas alturas ya no sabemos ni qué más podemos reciclar ni qué santo sacar en procesión: solo queremos salir del tostadero. Sí, como decía la canción, tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover a cántaros.