Recuerdos del pasado cercano
"Es pasmosa la rapidez con que hemos olvidado todo, la velocidad con la que resolvimos que ya está, la naturalidad con que dejamos atrás el arsenal que aprendimos a usar cual temblorosos combatientes del apocalipsis"
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Buenos Aires
Es pasmosa la rapidez con que hemos olvidado todo, la velocidad con la que resolvimos que ya está, la naturalidad con que dejamos atrás el arsenal que aprendimos a usar cual temblorosos combatientes del apocalipsis. Como si no hubiera miles de muertos a los que sus deudos no pudieron velar. Como si no hubiera miles de adolescentes rebosantes de ideas suicidas. No quiero permanecer en recuerdos que me agobian, ese magma tortuoso del que uno, fácilmente, puede enamorarse. Pero el otro día en mi ventana se desplegó un atardecer como una ampolla de sangre, idéntico a los que vi durante el confinamiento por la pandemia de covid-19, una belleza sádica sobre un mundo mortuorio. Y de pronto estuve ahí oyendo la voz del pasado que, parafraseando a Kechi Nomu, quería hablar conmigo. Recordé las cosas que hacíamos, las cosas que pasaban. Recordé que desinfectábamos las ruedas del carro de las compras. Recordé la sensación pegajosa del alcohol en gel. Recordé el auto de la policía que merodeaba con un altavoz anunciando que todos debían quedarse en casa. Recordé el conteo de los muertos y de los contagiados que daban a las seis de la tarde por televisión. Recordé a la gente que aplaudía en los balcones. Recordé que no pude ver a mi padre durante casi un año. Recordé los viajes en avión con la mascarilla aferrada al rostro como un bozal. Recordé los aeropuertos vacíos. Recordé la prueba del PCR cuyo resultado se esperaba con angustia. Recordé que cocinaba berenjenas en escabeche, dulce de peras, pan, hojaldre de papas, tortillas, pescados a la plancha, al horno, a la sartén, que usaba productos con los que jamás había experimentado antes: kimchi, algas, semolín. Recordé la distancia social. Recordé las filas que había que hacer en la puerta de la verdulería, de la carnicería, de la farmacia. Recordé que salíamos a caminar con la bolsa de las compras bajo el brazo como excusa para poder ir más lejos porque no se podía ir muy lejos. Recordé el silencio de la ciudad apenas roto por el zumbido de las bicicletas de delivery. Recordé que nos saludábamos golpeándonos los codos. Recordé todo eso como si fuera un tesoro corrupto, no por perseverar en la tristeza sino por jactancia: para demostrarme a mí misma que vi lo que pasaba, que no cerré los ojos, que fui un buen soldado en las tropas de la desesperación. Que puedo serlo de nuevo cada vez que, como sucede a menudo, todo se derrumba.