A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

El país de las cosas perdidas

"Pasé años creyendo que, cuando era chica, sólo quería una cosa: ser adulta, crecer rápido. En realidad sólo quería ser libre"

El país de las cosas perdidas

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Buenos Aires

Éramos como animalitos nocturnos: resbaladizos, curiosos, los ojos bien abiertos. Nos escabullíamos como sanguijuelas, cantábamos canciones machaconas, mirábamos las nubes, podíamos resbalar durante horas por las pilas de arena de una obra en construcción. Teníamos siempre las rodillas lastimadas, amasábamos barro helado en el invierno, nos gustaban los tilos. Cualquier sitio podía ser una guarida, un campo de batalla, una iglesia nupcial. Imaginábamos trincheras en los patios de las casas. Armábamos ciudades usando cubos de madera. Montábamos bicicletas como aves supersónicas. Éramos una materia lujosa salida de un útero formidable, la piel tirante como la vaina de un fruto sin madurar, una orfebrería delicada. Olíamos la madreselva y el asfalto y todo nos gustaba –el olor de la hierba y el de los zorrinos, el sol y las tormentas, el brillo de las tripas de los animales muertos- hasta que nos decían que algo era feo o asqueroso y entonces nos quedábamos perplejos. Nos ardían los hombros quemados por el sol y los ojos lacerados por el cloro de las piscinas. Dibujábamos corazones y estrellas en los vidrios empañados. Tapábamos la luna con un dedo, reptábamos hasta las ramas altas de los árboles, temblábamos de terror pensando en los monstruos que se arremolinaban debajo de la cama. Robábamos zapatos de los armarios de los grandes, dinero para comprar figuritas. Olíamos un poco a sudor, un poco a tinta, un poco a tiza, un poco a polvo, un poco a sábanas mojadas. Nos asustábamos por todo, teníamos miedo de todas las cosas, nos atrevíamos a lo que fuera. Coleccionábamos absurdos: alas de mariposas, pedacitos de trapos viejos, latas. Sabíamos los nombres de las constelaciones pero no conocíamos las constelaciones. Recogíamos luciérnagas en frascos de vidrio. Nos trataban como si estuviéramos locos y resulta que éramos la sal de la tierra. Todos estábamos enamorados, repletos de la lujuria de la curiosidad, éramos carne que hubiera podido hacer filosofía, balbucear el idioma bíblico de las galaxias, orbitar dentro de nuestras mentes alucinadas hasta salir repletos de respuestas. Pero nadie nos preguntó nada. Y crecimos y crecimos hasta llegar acá. Pasé años creyendo que, cuando era chica, sólo quería una cosa: ser adulta, crecer rápido. En realidad sólo quería ser libre para, después, regresar al país de las cosas perdidas. Ahora, al fin, he regresado.

 
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