La naturaleza de una bestia
"Me hundí en otro mundo, y era un mundo espantoso. Me incomodaban el aire, la noche, el cuerpo endurecido. No había lugar para esconderse"
Buenos Aires
Por cierto, ayer me derrumbé. Había estado, durante mucho tiempo, ligera y encendida, contenta de una manera rústica, extraordinaria. Pero algo pasó. El sol brillaba, eran las dos. Y fue como entrar en una picadora de carne. Empezaron a crujir, otra vez, las cortezas de los árboles negros. Quedé severa y muda en la contemplación de lo que se había desmoronado, las coyunturas de cristal ahora astilladas, goteando en copos lentos sobre la superficie de las cosas. Regresé a casa rígida, marmórea. Trabajé. Esa mañana había despertado al alba, como cada día desde hace mucho, ansiosa por entrar en la vida fulgurante. Pero si eso antes no me había cansado, ahora tuve que luchar contra el sueño, ahogada en el barro de las horas. A las cuatro salí a correr. Corrí cincuenta minutos, escuchando los chasquidos de las cuerdas de amarre que se soltaban y dejaban partir aquel ánimo incendiario, aquella plenitud que no correspondía. Cuando terminó de soltarse la última cuerda, regresé a casa. Di una clase con la ausencia de prisa que otorga la pena, esa impavidez inadecuada. Después cené. Limpié los platos. Tomé varios libros de la biblioteca. Poesía, textos cortos. Todos hablaban de mí. Me hundí en otro mundo, y era un mundo espantoso. Me incomodaban el aire, la noche, el cuerpo endurecido. No había lugar para esconderse. De modo que me dormí. Cuando desperté, esa elevación que había sentido durante meses estaba destrozada, un pájaro al que le habían arrancado hasta los huesos. Se había cegado el resplandor fructífero que recorrí sin precauciones. “Él era mi norte, mi sur, mi este y mi oeste –dice el poema de Auden- / mi semana de trabajo y mi descanso (…)”. Sólo que aquí no hay “él”: aquí no hay nadie. No tengo añoranza ni arrepentimiento. Estoy quieta, azorada, como si hubiera perpetrado una transformación irreversible, un traición o un asesinato. ¿Qué queda de todo eso? Un rumor, por las tardes, que dice que nada persevera más que uno mismo. Que la naturaleza de una bestia.