No hay utopía mejor que la lucidez y la exigencia ciudadanas

Madrid

No me gustan las distopías porque la realidad las imita y perfecciona tanto que, al final, por lo menos a mí, me defraudan como espectáculo. Desconfío también de las utopías porque he visto que raramente se cumplen y que, cuando lo hacen, suelen durar muy poco en su formato inicial. Pero qué buen combustible son, las utopías.

Si bajara la Bolsa cada vez que un estúpido/ídolo del fútbol abre la boca o se sube a un avión privado. Si el Ibex se desplomara por cada anciano condenado a morir desasistido, en la residencia que iba a ser su hogar, u obligado a desayunar entre sus excrementos, por falta de personal para atenderle. Si los mercados crujieran porque un puñado de adolescentes que buscan asilo han tenido que caminar desnudos entre dos países hostiles. Si los parqués se hundieran cuando un economista acomodado recrimina a los jóvenes que aspiren a una vivienda de alquiler digna, y en la misma localidad de su paupérrimo empleo. Si el Dow Jones se comiera la tierra nada más conectar la radio y escuchar cómo va el mundo. Si ante las desigualdades y la codicia se derrumbaran los altares y a los injustos se les cayeran los pantalones en público de la vergüenza. Si el Gobernador del Banco de España se sacara el pan de los demás de su boca.

En fin. No hay utopía mejor que la lucidez y la exigencia ciudadanas. El silencio de los corderos no puede ni debe ser la verdadera distopía de nuestro tiempo.