El micromentario de Pepe Belmonte: 'Casi nadie escribe sobre los camareros'

Murcia

En una de las páginas del Ulises, la novela del escritor irlandés James Joyce, se dice que "Dios inventó la comida y el diablo a los cocineros". Pero nada se aclara de sus colegas los camareros, que son los que en verdad dan la cara, mientras los otros trajinan, escondidos entre fogones.

Es verdad que casi nadie escribe sobre los camareros. Son como seres invisibles, que se mueven con una ligereza increíble en el espacio en el que trabajan. Gente que te da los buenos días educadamente, y con una simple mirada adivinan lo que les apetece tomar al señor o a la señora.

Alguna atención se les presta a los camareros en La colmena, la novela de posguerra de Camilo José Cela, en donde los pobres hombres, además de servir el café y lo poco que había por entonces, se dedicaban, por orden de doña Rosa, a echar a la calle de una patada a quienes, muertos de hambre, no llevaban ni una sola peseta para poder pagar el servicio, el café con leche y media tostada. Eran otros tiempos.

Los camareros, que los hay por doquier, puesto que, al menos aquí en Murcia, hay un bar en cada esquina, no sólo cumplen, con absoluta profesionalidad y corrección, con su oficio, sino que, además, en no pocas ocasiones, se convierten en nuestros confidentes, en nuestros psicólogos, en las personas de confianza que, en un momento delicado, te sacan del apuro.

El de camarero parece un trabajo sencillo, al alcance de cualquiera, pero requiere de una memoria prodigiosa que no está al alcance de todo el mundo. Los hay que son capaces de retener la comanda de cinco personas que, a eso de las diez u once de la mañana, se piden un café con leche de soja en vaso con la leche tibia, un café descafeinado con avena y sacarina, un cortado con la leche bien caliente, un carajillo de anís seco Machaquito, y un belmonte con poca leche condensada y coñac Soberano. Y ellos, ni sin inmutan, cumpliendo su cometido con una precisión increíble.

Y por si todo ello fuera poco, poseen, como nadie, el don de la paciencia. Soportan, estoicamente, las malas pulgas que todos llevamos dentro, y, a cambio, dibujan en su rostro una eterna sonrisa, dándonos así una lección de gallardía y de saber estar, que tanto se echa de menos en los tiempos que corren.

He leído en alguna parte, que si quieres saber cómo es de verdad una persona, basta con observar la forma en la que trata a un camarero.

(Dedicado a Jose, camarero del Bar La Toga)