Opinión

Aracnofobia

El estilita / Radio Coruña

El estilita

A Coruña

Veamos. Era media mañana y yo estaba sentado delante del ordenador. Todo marchaba como siempre, lo que quiere decir que hacía llamadas que a menudo no me contestaban y que enviaba correos que no respondían. Cuando lo hacían, resultaba que no tenían la información que buscaba o me prometían que me llamarían en cuanto la tuvieran. Colgaba el teléfono conteniendo las ganas de llamar mentiroso a mi último interlocutor cuando alguien tocó en la puerta de cristal en frente de mí.

Yo trabajo a nivel de la calle, así que me pasa a menudo. Normalmente son viejecitas que creen que la redacción son las oficinas del Palacio de la Ópera, pese a los letreros que mandaron pegar por todas partes. Pero, en este caso, se trataba de un tipo, algo más joven que yo, vestido con grueso abrigo impermeable y luciendo un espeso bigote. Me acerqué con un suspiro y abrí la puerta.

“Hola, llevó unas noches durmiendo aquí al lado”, empezó. Entonces le reconocí. Era cierto. La fachada acristalada del Palacio de la Ópera está llena de recovecos y aquel tipo dormía en uno de ellos, repantigado en una silla de campaña y bien arropado con un abrigo polar. No parecía un sintecho, sino más bien un campista despistado, o alguien que estuviera haciendo cola para comprar una entrada. “¿Puedes venir conmigo? Quiero enseñarte algo muy peligroso. No te va a gustar”.

“Claro”, le dije. Mi anciana madre habría puesto el grito en el cielo si me hubiera visto seguir a un extraño hacia un rincón lejos de la vista de todos, pero tenía la esperanza de que se tratara de algo lo suficientemente interesante como para poder escribir un artículo. Además, no pensaba aceptar ningún caramelo. Esperaba que aquello hubiera servido de consuelo a mi madre, de saberlo.

Me llevó al rincón donde dormía, pegado a la oficina de informática de la redacción, y me señaló el cristal a través del cual se veía un mueble blanco. No veía nada, así que le miré esperando que me explicara de qué iba todo. Señaló hacia abajo con un dedo enguantado y descubrí una araña grande, pegada al armario. Volví a mirarle expectante.

“Yo he estado en Colombia y eso es una tarántula”; me advirtió. Entrecerré los ojos. “No hay tarántulas en Galicia”, señalé. Pero él insistió. “La reconozco por los colores y son muy peligrosas. Pueden saltar hasta 50 centímetros”. Yo había visto arañas igual de grandes en mi antigua casa, y había dormido a pierna suelta, así que no me impresionó lo que me contaba aquel entomólogo venido a menos. Le di las gracias y aseguré que alertaría a los informáticos.

Me olvidé al cabo de un minuto. Las arañas no me generan ninguna fobia, pero a mucha gente sí. Una compañera mía, una chica de una palidez enfermiza, había encontrado un arácnido en su mochila el año pasado. Había chillado alarmando a toda la redacción y luego había huido a la carrera, golpeándose contra el cristal de la pared como una paloma despistada. Yo me comporté igual que un caballero en brillante armadura y saqué a la araña, que me miraba como cuatro cachorritos (tenía ocho ojos). La deposité sobre el césped del exterior con delicadeza y volví a la redacción.

Aquello no me granjeó tanto agradecimiento como esperaba de mi compañera. En vez de eso, parecía un poco resentida por el hecho de que no compartiera fobia. “Claro, tú no tienes miedo de nada, ¿no?”, me reprochó. O quizá pensaba que sí lo tenía pero que no lo confesaba por aquello de la masculinidad frágil. Es cierto que no siento vértigo, o claustrofobia, o miedo a la oscuridad, o a volar, o a los payasos, pero tampoco es que no tema a nada. Más bien diría que tengo miedo a casi cualquier cosa por igual, y a otras indefinidas, abstractas, que son capaces de hacerte sentir solo incluso cuando estás rodeado de gente, una especie de presentimiento de algo cuyo único consuelo es saber que es inexorable, pero que te generar momentos de pánico, igual al que se siente cuando caminas a oscuras y de repente pierdes pie, y no sabes si caes a un pozo o es un simple escalón. Ahora que lo pienso, me pasa a menudo.

Pero no de una araña, por muy peludas y largas que fueran sus patas. Es más, las comprendía: yo también he tratado alguna vez de atrapar a una chica que claramente me venía grande.

 
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