13 muertos
A Coruña
Caminaba deprisa, como suelo hacer, y mientras atravesaba la Ciudad Vieja por mi mente cruzaban todas clases de posibilidades. A veces, en este trabajo, tienes que hacer algunas cosas raras, y aquella era una de ellas. El Ayuntamiento había anunciado que tenía que talar la mayoría de aquellos árboles centenarios porque estaban infectados de grafiosis. Una tragedia para el patrimonio de la ciudad, por lo menos para la parte que necesita regarse.
En los días habíamos sacado algunos artículos sobre el tema y nos colamos en el Archivo del Reino de Galicia para poder sacar unas cuantas fotos de aquel pequeño jardín de estilo romántico inglés cuyo centro guardaba el cenotafio del general inglés Sir John Moore. Mientras lo miraba desde el balcón, caí en la cuenta de que nunca lo había visitado por otros motivos que no fueran profesionales, pero me gustaba su aspecto anticuado. Estaba hecho para pasear, no para sentarse en la hierba a tomar el sol, y sus matorrales perfectamente cortados en formas geométricas invitaban a recorrerlo en círculos o a asomarse sobre la muralla para observar el puerto y el mar azul. Todo muy civilizado.
Me gustaban también los muros antiguos que lo rodeaban, y las puertas de hierro forjado, un auténtico hortus conclusus. Aquellos árboles habían custodiado un muerto durante mucho tiempo, y entre ellos había rondado un fantasma, el de lady Hester Stanhope, una señora excéntrica que había sido la prometida de Moore y que se había muerto en Oriente, rodeada de gatos. Uno a uno, los olmos también se estaban convirtiendo en fantasmas. Iban a talar trece de golpe, y me parecía un número apropiado, adecuadamente siniestro.
Recordaba la última vez que había pisado el jardín. Fue durante una visita del embajador inglés que me enteré de que los niños ingleses memorizan en la escuela un poema en honor de Sir John Moore. Lo recitaron allí mismo, frente a los figurantes de los Royal Green Jackets vestidos de soldados británicos de la época napoleónica. Recuerdo el último verso. “Le dejamos solo con su gloria”. Ahora Moore se sentiría más solo en su tumba, claro, sin esos gigantes que le habían acompañado tanto tiempo.
Cuánto, exactamente, era la cuestión. A mi jefe le gusta la historia, así que me había hecho llamar a varios expertos en el tema y quedaba en el aire la cuestión de cuándo se plantaron los árboles. Quizá a mediados del siglo XIX o finales. O a principios del XX. No estaba claro, pero la competencia ya había dado su fecha, que eran más de cien años, y solo eso bastaba para que quisiera rebatirlo. Conocía a un ingeniero forestal que me había dicho que podía determinar la edad mirando los anillos de uno de los troncos talados.
Le había enviado una foto con móvil de uno de los leños, pero no la había tomado lo suficientemente cerca como para verla con definición, así que al día siguiente envié a una fotógrafa para que sacara fotos de los troncos apilados en la calle. Le envié la foto, convencido de que tenía suficiente detalle, pero resultó que lo que se veía era una rama el tronco principal. “¿Ves cómo hay dos círculos en el centro en vez de uno? Eso es que dos armas se unieron”, me explicó. Le dije por dónde se podía meter la rama. Pero el caso es que necesitaba una foto del tocón, y estos se encontraban dentro del jardín, que seguía cerrado, pero yo estaba harto del asunto y decidido a sacar una foto de aquel maldito tocón.
No tenía ni idea de cómo iba a entrar, pero estaba dispuesto a saltar la valla. No fue necesario. La puerta estaba entreabierta y no había nadie vigilándola. Miré a ambos lados antes de entrar, poniendo mi mejor cara de despistado. Había obreros, pero estaban al fondo, colgados de un árbol que estaban podando rama a rama, como si deshojaran una margarita gigante. Concentrados en su tarea, no se habían dado cuenta de que estaba allí.
Saqué el móvil y caminé cada vez más deprisa hacia los tocones. Allí estaban. Comencé a sacar fotos. Mi sombra se interponía, así que me moví a un lado. Estaban cubiertos de serrín y los limpié frenéticamente antes de sacar más fotos y luego unas pocas más hasta conseguir veinte, que envié a mi experto. Luego salí, tal y como había entrado, sin que nadie me viera ni me detuviera, como si también fuera un fantasma. Luego esperé en la redacción el veredicto. El teléfono sonó a media tarde. 110 años, década arriba o abajo. En aquella madera estaba escrita la historia de años buenos y malos, dependiendo de cuánto habían crecido. Un siglo da para mucho.
Hablé con alguna gente y es posible que conserven uno de los tocones. Lo pulirán para que los anillos queden perfectamente visibles, y puede que lo coloquen en un rincón del propio jardín, como parte de la historia. Así, los seis olmos que quedan podrán velar a dos muertos, y no solo uno, hasta que la grafiosis acabe también con ellos. Se pueden hacer mejores cosas que leña con los árboles caídos.