Opinión
El estilita

Policías y periodistas (II)

El estilita / Radio Coruña

A Coruña

No me gusta la cinta policial. Rebaja al periodista a la misma condición que los curiosos que se acercan a sacar fotos con sus teléfonos móviles, nos obliga a codearnos con marujas y ancianos ociosos que se acercan para preguntar qué está pasando y se tapan la boca, asustados, cuando se lo contamos. Soy consciente de que mi labor es informar, pero prefiero esa figura abstracta, casi teórica, unidireccional, del lector, la impunidad del que envía cartas sin remite. A menudo jugamos con los policías al escondite inglés, tratando de acercarnos lo máximo posible, tensando el cordón policial, como quien tensa la cuerda, antes de que nos obliguen a retroceder. Mi vena ácrata siempre se pone a palpitar.

Aquella mañana me enteré demasiado tarde de que estaban desalojando a los últimos pobladores de A Pasaxe. Eran las nueve de la mañana cuando puse la radio y escupí casi inmediatamente el café. Me caí dos veces mientras trataba de ponerme los pantalones y llamaba a la fotógrafa, que no tenía ni idea de dónde se encontraba el poblado. Se lo expliqué tan claramente como pude, y le envié por Whatsapp la situación, pero no conseguía orientarse. Tuvo que llamar a sus compañeros (los fotógrafos forman una tribu) para que le orientaran.

Mientras tanto, yo ya había cogido el coche y salido a toda velocidad del garaje. Giré por la rotonda y subí rápidamente hasta el colegio de los Maristas. Al fondo de la carretera se veía una patrulla del 092 y justo al lado, sobre el puente que llevaba a la zona industrial, los compañeros fotógrafos contemplaban tranquilamente lo que ocurría apoyados en la barandilla. Tarde, llegaba tarde. Y odio llegar tarde. Acercarme a los policías, identificarme, y escuchar cómo me indicaban que debía reunirme con mis compañeros suponía aceptar el fracaso. No estaba dispuesto a hacerlo.

Bajé por otro camino, pero este no llegaba a la zona de naves industriales tras la que se levantaba la única chabola que restaba del poblado. Subí por unas escaleras de nuevo hasta la rotonda de A Pasaxe, la crucé y bajé por una rampa que lleva al paseo de la ría a todo correr. Me tropecé con un montón de policías, locales y nacionales, reunidos de frente a una verja, una propiedad que me había llamado la atención a menudo por su aspecto ruinoso. En el patio se encontraba la concejala de Servicios Sociales que me miró con sorpresa. Me preguntó qué hacía allí. “Solo estaba dando un paseo”, le aseguré en tono inocente. Me dí cuenta de que no habían cubierto la rampa y que yo era el único periodista allí, y aquello fue un pequeño consuelo. Saqué el móvil para hacer una foto. “No puedes quedarte aquí”, dijo. “Tranquila, saco un par de fotos y me voy”, repliqué.

El camino seguía por debajo del puente hasta el poblado, pero tampoco me dejaron seguirlo. Tuve que volver a la rotonda y la crucé de nuevo. Había otra escalera y pensé en bajarla, aunque la Policía podía descubrirme igualmente. Y entonces, entre la vegetación que bordeaba la acera, vi un sendero abierto que bajaba directamente adonde yo quería, a la zona donde los chabolistas solían aparcar sus furgonetas. A lo lejos podía ver el puente donde estaba aparcado el coche patrulla y donde mis compañeros seguían mirando y sacando fotos. No me preocupaba, porque la compañera de redes ya estaba allí. La fotógrafa, no, claro. Seguramente estaba tratando de localizar el colegio Santa María del Mar, que era a donde le había dicho que fuera.

Me lancé a la carrera. Había estado allí docenas de veces, hablando con chabolistas, cubriendo demoliciones e incendios, reportajes humanos y sucesos. Sabía por dónde ir para que

no me descubrieran, corriendo bajo los árboles y pegándome a las paredes de edificios ruinosos. La Policía estaba frente a la chabola, mientras los pobladores retiraban las últimas pertenencias. Toda la familia estaba echando una mano. Si me dirigía directamente a ellos, la Policía me cerraría el paso, así que di un rodeo para llegar por detrás. Los últimos metros los recorrí prácticamente de puntillas y luego salí, justo al lado contrario, caminando como si tuviera todo el derecho a estar allí.

Comencé a sacar fotos. Tenía un par de minutos antes de que me abordara. Me moví cada vez más cerca, tratando de conseguir un buen enfoque. En una situación así, se echa de menos a un profesional, pero una cámara habría hecho saltar las alarmas inmediatamente. Hice lo que pude con lo que tenía. Miré de reojo a los antidisturbios, tipos fornidos con barbas de legionario. Parecían creer que tenía derecho a estar allí. Quizá era un funcionario de Demarcación de Costas, a la que pertenecía el terreno, o de Servicios Sociales o simplemente un chabolista. Grabé un video de la precaria casa en cuyo porche me había sentado una vez para hablar con el dueño y su hijo. Me había repetido mil veces que su padre no podía marcharse a un piso, que no sobreviviría, que estaba acostumbrado al aire libre y al sol.

“¡Eh, eh! ‘No grabes!”, me gritó un joven chabolista. Le ignoré, pero aquel grito hizo que los antidisturbios reaccionaran. Comenzaron a acercarse, así que saqué un par de fotos más y me identifiqué. Le entregué mi carnet del periódico y mi DNI. Uno de aquellos tipos enormes y barbados se alejó para llamar por radio mientras el otro hablaba conmigo. “No sé cómo ha llegado, pero no puede estar aquí”, me dijo. Yo le expresé mi más sincero asombro. “A mí nadie me dijo nada. Yo vine caminando y no me encontré con ningún policía que me indicara nada. Tampoco me salté ningún cordón policial”; repliqué. El antidisturbios entrecerró los ojos. “Esa respuesta me parece preparada”, fue todo lo que dijo. Me pareció injusto. A mi profesora de EGB le encantaba que preparara las respuestas.

Me fui en cuanto me devolvieron la documentación. Pasé por debajo del puente donde se encontraban mis compañeros de otros medios. Me encogí de hombros y sonreí y ellos se rieron conmigo. A lo mejor me había pasado de la raya, pero no me había saltado el cordón.

 
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