Llámalo Corcuera
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El estilita / Radio Coruña
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A Coruña
El ariete embistió con fuerza la puerta, haciendo crujir la madera. Como todo en esta vida, todo depende de estar en el lado correcto de los acontecimientos, o de la puerta, en este caso. Y no solo estaba donde había que estar, sino que estaba con un fotógrafo, y éramos el único medio que estaba cubriendo aquella noticia. El ariete volvió a golpear, y aquella puerta vieja, pintada de azul, sonó como un tambor destemplado. A mi lado, el fotógrafo sacaba foto tras foto, mientras saltaban las tablas. Yo empecé a preocuparme y crucé los dedos.
Siempre es un problema conseguir averiguar el lugar y la hora en el que se va a producir una intervención policial, por eso es tremendamente satisfactorio cuando lo consigues. En este caso, se trataba de ejecutar un lanzamiento en Peruleiro y, por lo que fuera, solo nos habíamos enterado nosotros. Estaba programado para las diez y media, y cuando llegué, a las diez y cuarto, ya estaban metidos en harina. Estaba la UPR de la Policía Nacional, las funcionarias del juzgado, y un tipo gordo y calvo, el cerrajero, que estaba de rodillas, tratando de arrancar la cerradura como un dentista agujerea una muela cariada. Mi fotógrafo me saludó con un cabeceo. Le pregunté qué estaban haciendo con la puerta y él me contestó que le parecía obvio. A mí también, y eso era lo malo. "La gente no paga sus impuestos para ver a un cerrajero-le dije- ¡Sacad el ariete ya!". Los policías de la UPR, una especie de antidisturbios, me miraron y se rieron. No parecían dispuestos a colaborar.
Yo estaba decepcionado. El cerrajero seguía profundizando en la cerradura, pero no parecía estar consiguiendo gran cosa y yo miraba a todas partes esperando a que apareciera la competencia. Por el momento, era una exclusiva nuestra, pero eso podía cambiar en cualquier momento. Quería que acabaran cuanto antes, pero también quería que los policías sacaran el ariete. "¡Que lo saquen ya!", repetía. El fotógrafo me miró de reojo. "Estas flipado", sentenció. Como siempre, nadie me comprendía. La imagen buena era la de la puerta derribada, la de media docena de tipos como armarios irrumpiendo por la fuerza en aquella vieja casa de dos pisos, sacando a rastras a los okupas, porrazos en la cabeza, sangre en las calles. Al día siguiente, la gente leería el periódico y hablará de brutalidad policial, del derecho a la vivienda, o, si eran vecinos de Peruleiro, de ya era hora de que las autoridades actuaran. Lo importante es que diera que hablar.
Entonces ocurrió el milagro: el cerrajero se volvió y dijo que no podía abrirla, que alguien había puesto una tranca o algo parecido en el interior. El jefe de la unidad se volvió a uno de sus hombres y ordenó que trajeran el ariete. Creo que aplaudí. Enseguida apareció un tipo enorme, de metro noventa y cinc,o que llevaba en las manos el armatoste. No era muy grande: un cilindro de metal de un metro de largo y con dos asas, pensado para ser manejado por un único hombre. Si situó delante de la puerta y empezó a golpear. El fotógrafo apretaba el botón de su cámara, encantado. El ariete ya no le parecía una estupidez.
Los golpes sonaban como al ritmo de una canción de AC DC: pum, pum. Apareció otro fotógrafo, pero no importaba porque no trabajaba para la competencia. Pum, pum. Las tablas se hundieron y toda la parte superior de la puerta se vino abajo. Era como volver a los noventa, con el ministro Corcuera, ese Harry el Sucio que había inventado esa ley que permitía entrar en los domicilios ajenos por las bravas. El tipo enorme de la UPR saltó al interior y siguió golpeando desde allí lo que quedaba de la puerta hasta hacerla astillas. Aquello era contundencia policial y lo demás, tonterías. Rápidamente se descubriría que no había nadie en la casa porque se habían mudado al lado, convirtiendo todo aquello en innecesario e inútil y lo que es peor: mi jefe, en lo que solo se puede considerar un acto deliberado de sabotaje, no publicaría aquella foto en portada al día siguiente. Pero en ese momento yo estaba encantado. Mi fotógrafo, también. Los vecinos aplaudían desde las ventanas. Le pregunté al poli enorme si le habían puesto un nombre cariñoso al ariete, como en las pelis. Me dijo que no. Meneé la cabeza e hice un gesto de compadreo, de complicidad entre él y yo: "Llámalo Corcuera".