Apadrinar un francés
En nuestro entorno no abundan los locales dedicados a la cocina francesa, por eso tenía curiosidad por conocer la propuesta de André Bouët en la Cruz Vieja
Jerez de la Frontera
Cuando consiguió para Jerez la primera estrella Michelín de su historia, el reconocido chef Juan Luis Fernández saldaba al mismo tiempo una deuda histórica de la zona con la cocina francesa. Porque todos conocemos algún sitio donde pedir comida mexicana, asiática, italiana, india, argentina, alemana, portuguesa, americana, peruana o marroquí; asturiana, extremeña, vasca o gallega, pero no hemos contado con muchos embajadores de la cocina de referencia en todo el mundo.
Echando un vistazo, el panorama actual no dista mucho de lo que casi siempre fue. Pero no sólo en Cádiz. Los locales especializados en la nouvelle cuisine escasean a lo largo y ancho de la piel de toro, y podríamos afirmar que no es una cocina que se prodigue fuera del país vecino. En la provincia podemos encontrar alguna pâtisserie en Jerez (Le Croissant francés), Cádiz (Le Poeme), Castellar de la Frontera (Gastrokook) o Conil (La Bohème), pero no es fácil dar con lugares donde sentarse a mesa y mantel. Además de Lú Cocina y Alma y el Bina Bar, en Jerez, que son las dos grandes excepciones; encontramos La Silla Azul, en Rota, el Petit Bistró, en Tarifa, y poco más.
Quizás por eso hacía tiempo que tenía curiosidad por conocer el bistró de un francés, André Bouët, en la encrucijada entre las calles Caballeros, Barja, Pedro Alonso y Cruz Vieja. Me consta que buenos amigos comúnes le quieren y aconsejan bien, y las opiniones de gente a la que tengo por entendidas avivaban más si cabe mi interés.
André es un tipo curioso. Entrado ya en los sesenta, su apariencia puede recordar a Gusteau, el chef bonachón de la película Ratatouille. Aunque reside en Arcos desde hace doce años y ha pasado muchas temporadas desde niño con sus padres en nuestro país, no ha perdido su acento francés de la Bretaña, concretamente de Nantes, donde le fueron bien los negocios de restauración que dirigió junto a su hermano Eduardo y que le permiten hoy disfrutar de una vida cómoda.
Prácticamente se crió entre pucheros y se formó por ejemplo junto a Jean Luc Leguen, chef especializado en elaboraciones con pescados y mariscos, entre las que recuerda un exquisito puchero de bogavante. Junto a su hermano, que por contra desarrolló su aprendizaje en el suroeste donde se crían los patos para el foie gras, el magret o el confit, llevó la cocina de restaurantes de Nantes tan conocidos como La Bastide St. Eloi, Le Beaujolais, La Cigogne, Le Comptoir, Sous les Ponts, Café Le Matin o Auberge de la Savariere. En este último cocinaba los platos más tradicionales y emblemátios de la ribera de la Loire: ancas de rana, anguilas, pescados de río con mantequilla blanca, vieiras...
En 2007 conoció Arcos y aquello fue amor a primera vista. Cerró la etapa en su país y compró un campito donde vive solo en medio de la naturaleza. Como tras la anterior crisis cerraron muchos negocios de la localidad, decidió probar suerte en Jerez, ciudad de la que recordaba de sus visitas cuando niño el inconfundible olor a vino de sus calles.
No sé si porque le he conocido en un mal momento, en plena pandemia y a punto de un nuevo cierre de los establecimientos no esenciales por el repunte de contagios por COVID en Jerez, pero la impresión de un profesional que le ha perdido un poco el pulso y la tensión a su actividad. Le llamé un jueves, que debía estar abierto, pero no lo hizo por un contratiempo. Sin embargo, insistió en recibirnos más tarde y charlar con nosotros a puerta cerrada. Nos preparó sobre la marcha una sopa de cebolla, una cassoulet y un fish and chips a la carbonera.
La sopa, un plato emblemático de la cocina tradicional francesa, tenía más acidez que dulzor. Es una receta basada en la sencillez de la época en la que surge, durante la Revolución francesa, y con ingredientes tan humildes como pan, caldo de carne y cebolla caramelizada. En este caso, las rebanadas de pan tostado son demasiado gruesas, el caldo poco consistente y la cebolla está hervida en el caldo, por lo que carece del dulzor que desprende cuando se carameliza. La sopa la completa un queso emmental rallado que se funde con el calor.
El fish and chips a la carbonera es una pavía de pescado frito que debe su curioso nombre a su aspecto negruzco porque el rebozado lleva tinta de calamar. Las patatas fritas son congeladas.
El cassoulet, conocido también como la fabada francesa, es un guiso de alubia blanca grande acompañada de muchos tipos de carne: salchicha, pato, cerdo, que se termina en el horno con un toque de pan rallado y especias. El guiso es del día anterior, pero con la charla se ha cocido mucho en el horno y se ha secado hasta quedarse sin caldo y casi sin legumbre.
Entendemos que no ha sido el mejor día y a uno de los comensales se le ocurre la idea de emplazarnos a todos a un almuerzo justo una semana más tarde. En este ocasión, el plato central será una bouillabaisse que el cocinero bretón parece dominar bien.
Una semana después, dispuestos a hacer borrón y cuenta nueva, regresamos al local que primero fue el Bistró Chacón -está justo al lado del busto dedicado al considerado como "el papa del flamenco"-; luego una pizzería y ahora es un batiburrillo de comida de aquí y de allí al que han bautizado con un nombre que considero poco afortunado.
"La Zarzamora" evoca uno de los temas más conocidos de la universal Lola Flores y sitúa el local en un tour junto a "Atuvera" y al propio monumento dedicado a la Faraona. Pero en mi opinión le sobran el nombre, los lunares, las macetas con geranios de tela y todos los clichés que lo reducen en apariencia a un bar para guiris venido a menos por la pandemia. André tiene el conocimiento y la experiencia suficientes como para ofrecer los platos más populares de la gastronomía de su país que por aquí no abundan. De ahí que lo que le iría mejor al reformado local, que cuenta con una gran barra, un precioso arco de piedra y un elegante suelo hidrálico, sería una decoración más afrancesada, que casi siempre es sinónimo de éxito.
Tampoco es cuestión de invertir en sillas con brazos tapizadas con tela, mantelería lisa y velas, pero sí una decoración sencilla y clásica con mesas de forja, taburetes altos o manteles a cuadros que crearían un espacio más armónico, agradable y acogedor. Y ya puestos, también sobrarían la ensaladilla, los chocos, las pavías, el adobo, los riñones al jerez o la hamburguesa americana que en tiza blanca sobre fondo negro se anuncia en una pizarra. Que no digo yo que no estén ricas, pero que las hay en todas partes y no aportan nada distinto a un local que debería especializarse en lo que el dueño y cocinero conoce, la maravillosa cocina de su país.
André Bouët tiene un punto bohemio, de manera que puede dar la impresión, seguramente equivocada, de que cocina no tanto por necesidad como por vocación. La que le llevó a abrir en el barrio de San Miguel un negocio propio hace cuatro años.
El ambiente en el local sigue siendo demasiado frío y poco acogedor. Aunque hoy está abierto a público, sigue oliendo a cerrado y a humedad. Supongo que será un problema de ventilación. El almuerzo que nos ha preparado en esta ocasión es un menú de 50 euros por escote. Un precio respetable que al mismo tiempo pone el listón de la exigencia por parte del cliente bastante alto. Consiste en primer lugar en un carpaccio de gambones. Lleva una vinagreta de aceite y limón, un extracto de la cabeza del marisco y sumac, una especia de la cocina árabe con propiedades antiinflamatorias y rica en antioxidantes que sustituye al vinagre o al limón. Le falta un pelín de acidez, pero está bastante bueno. No he dicho que comemos con un blanco de la Rioja Alavesa, Entrepeñas Mitarte. Sólo pasable.
Le sigue la sopa bouillabaisse, otro plato típico, en este caso de la Provenza. Su origen es humilde. Lo preparaban los pescadores con piezas de descarte, pero ahora es un plato de muchos quilates que en el Chez Fonfon, en Marsella, se paga a poco más de 30 euros por persona. La sopa original se cocina con varios tipos de pescados de roca y mariscos: morenas, congrio, salmonetes, cangrejos, rape o cigalas. André ha preparado un caldo de pescado y mariscos muy concentrado y le ha agregado pescados del Atlántico en lugar de los del Mediterráneo. En este caso lleva gallo, lubina, rape, mejillones y bacalao. También patatas a trozos. Es típico acompañar la sopa con rebanadas de pan bien tostadas con alguna salsa. En este ocasión la salsa es rouille, típica de la cocina provenzal que es una derivada de la mayonesa, sólo que se la añada también ajo, pimentón y a veces azafrán.
Los grandes trozos de pescado, los mejillones y las patatas vienen servidos en una ración muy generosa en plato hondo. En conjunto un poco basto para las sopas de este estilo que uno ha tenido la oportunidad de ver otras veces. El caldo concentrado lo sirve en una fuente de barro bastante antes de traer los platos, por lo que la temperatura ha bajado bastante. Hay trozos de pescado en un punto muy bueno y otros un poco más secos. El sabor del caldo concentrado es correcto y el acompañamiento de la rebanada de pan tostado con la rouille muy interesante. Salvo el error de cálculo de la temperatura, la sopa pasa la prueba.
Para el postre, André ha combinado dos de ellos en una sola presentación. Se trata de un arroz con leche inspirado en el que sirven en el restaurante L´Ami Jean, en París, donde el chef Stéphane Vigo prepara el que dicen es el mejor arroz con leche de la capital francesa. Acompaña a un pudding clafoutis. El tradicional es una tarta de cerezas negras, preferiblemente del tipo bigarreau, que se mezclan en una masa parecida a la de los gofres. Dicen que el secreto de este postre radica en no extraer el hueso de la fruta para que conserve todo su sabor y su jugo. En este caso no hay cerezas, sino fresas. Aunque la presentación no es muy estética, el resultado es notable. Sin haber probado el del restaurante parisino, el arroz con leche que ha versionado André está desde luego a un gran nivel. Nada que ver con ninguno que haya probado antes. Del pudding, que sin haber comido el original de clafouitis, este me ha parecido riquísimo.
Terminado el almuerzo, André me pide que regrese otro día para sacarse la espina con la cassoulet. Quedamos para el sábado siguiente, porque ya el lunes no abrirá por lo del aumento de las restricciones a partir del miércoles en la hostelería. Llegamos al mediodía y el cocinero está solo en el bistró, pese a que en la Abacería de la Cruz Vieja está la terraza casi llena. Me pido una copa de Tío Pepe y nos sirve un trozo de Camembert al horno con panceta para untar en el pan. La cassoulet no tiene nada que ver con la de la primera vez. Es un guiso que está hecho en el día y la salsa líquida se ha espesado un poco con el pan rallado y el golpe de horno y las especias le dan potencia y sabor. Las grandes alubias blancas, tiernísimas y la carne que lo acompaña en su punto. En conjunto, un guiso distinto y sabroso que se asemeja mucho más a la fabada francesa que íbamos buscando la primera vez.
Aunque con muchos detalles que corregir, seguramente debido a la inactividad de los últimos meses, creo que la cocina de André Bouët tiene aún mucho más de lo que nos ha demostrado. Indudablemente, su lugar está entre los fogones. De darle un buen envoltorio al negocio podría ocuparse un socio o alguien que le complemente y oriente. Se apadrina un francés. Desde luego no nos sobran.
la zarzamora (puntuación: 4,5)
— Plaza de la Cruz Vieja, 1. 11403 Jerez (Cádiz). Horario: De jueves a domingo, de 14 a 23.30 horas. Teléfono de reserva: 674 92 87 21. Precio por persona: 20-30 euros.