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Córdoba

Recién decretado el estado de alarma, inmersos en uno de los confinamientos más severos de Europa, con nuestra vieja normalidad puesta en cuarentena, no fueron pocas las voces que animaban a disfrutar del tiempo detenido para, como no, dedicárnoslo a nosotros mismos y ver películas en blanco y negro, leer a los clásicos, pasear virtualmente por los principales museos, ponernos al día en el listado de series pendientes, hacer tablas de ejercicios, matricularnos en cursos de repostería, disputar concursos de manualidades o, por qué no, replantearnos el sentido mismo de la existencia.

Se abría la puerta a un nuevo e ilusionante universo infinito de tiempo para ocuparlo en todos aquellos nobles placeres y provechosos planes que la dictadura de los horarios no nos permitía. Un tiempo regalado, reposado y épico -pues encerrándonos en nuestro hogar nos convertíamos en el moderno sucedáneo de un héroe de andar por casa- que bien podría ser la semilla de un utópico mundo feliz en el que saldríamos a unas calles mejores que las que pisamos por última vez en marzo.

Ahora, meses después, y a la par que volvemos a montar las piscinas en las terrazas y en los patios, estrenamos en Córdoba la fase III. La nueva normalidad es ya una realidad -incierta, inquietante, sí, pero una realidad- a la que enfrentarnos y desde la que descubrimos, ya sin dudas, que una vez más, hemos sido más clientes que ciudadanos y que nos han vuelto a vender una ficción que, como toda buena campaña de marketing, apelaba a nuestras emociones y a nuestro yo más egoísta.

Tras el espejismo de los primeros días de encierro, la vida en casa, como la vida fuera, lejos de ser un oasis para dedicarnos morosamente a nosotros, era más de lo mismo: trabajar -o padecer las dificultades de no tener empleo-, cuidar de nuestros hijos o preocuparnos por nuestros mayores. Sometidos, de nuevo, a la tiranía del reloj.

Hoy, el nuevo canto de sirena es recuperar el tiempo perdido en los bares, en la oficina, con los amigos. Vemos la luz al final del túnel, sí, pero, como en aquel poema de Lowell, nadie nos advierte que esa luz podría ser la de otro tren que se nos echa encima.

Como casi siempre.

Distintas variaciones de una misma melodía.

 
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