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Un cuento para la espera 1x10

Jesús Maeso de la Torre, Juan Ochoa y Benítez Gabriel sellan el último capítulo de este relato de ficción

Décimo y último capítulo de Un Cuento Para La Espera con texto de Jesús Maeso de la Torre e ilustración de Benítez Gabriel / Cadena SER

Décimo y último capítulo de Un Cuento Para La Espera con texto de Jesús Maeso de la Torre e ilustración de Benítez Gabriel

Cádiz

Miles de familias permanecen en las casas durante un tiempo todavía indeterminado. ¿Por qué no usar ese tiempo para construir algo positivo? Radio Cádiz ha propuesto a sus oyentes escribir entre todos los oyentes un relato de ficción. Un cuento con las ideas, la imaginación, el ingenio de las gaditanas y los gaditanos. UN CUENTO PARA LA ESPERA.

Esta semana toca el décimo y último capítulo. Pero antes vamos a recordar los nueve anteriores:

CAPÍTULO 1:

"En todos los países hay ciudades. Y en todas las ciudades, barrios. Y en cada barrio, una casa especial. Una casa que da un poco de miedo. Porque tiene una valla muy alta de remates puntiagudos, un jardín descuidado cubierto por malas hierbas, una puerta de madera llena de telas de araña o unas ventanas donde siempre parece que alguien puede asomarse en cualquier momento. La nuestra era una casapuerta del barrio de La Viña. Dicen que el edificio perteneció a alguien con mucho dinero, que se marchó sin avisar y hay toda clase de leyendas sobre si guardó tesoros ocultos, teorías sobre si en algún escondrijo de la casa están todas sus riquezas. Algunos dicen que nunca se marchó y está a la espera de que cualquier incauto se atreva a entrar en la casa. Y allí estábamos mis amigos y yo. Saliendo de La Caleta, con bañador y las toallas de la playa, dispuestos a entrar en esa casapuerta. Dispuestos a encontrar un tesoro. Sabíamos que era un poco peligroso. Lo que no sabíamos todavía era la aventura que estábamos a punto de comenzar..."

CAPITULO 2 (por Mercedes del PIlar Gil y Julia Rodríguez)

Con mucho cuidado, entramos en la casa por una ventana rota ya que la puerta estaba cerrada. Nos costó un poco, pero conseguimos forzarla. Una vez dentro vimos el salón. Era muy grande, con el suelo de madera. Todo estaba viejo y muy sucio. En esa misma planta había otra habitación, a la que ninguno de nosotros había accedido todavía. Y, de repente, escuchamos un ruido que nos hizo girar nuestras cabezas hacía allí. Vimos una sombra corriendo, pero desapareció.

- ¡Aaaaaahhh, un fantasma!! - gritamos - Socorroooo

Nos pusimos muy nerviosos. Y empezamos a correr, sin darnos cuenta de que en vez de escaparnos fuera, subimos escalera arriba. En la planta superior había tres habitaciones y, tras una brevísima duda, entramos en la primera. Estaba vacía. Solo había dos objetos. Una pintura colgada en la pared, en la que se retrataba una familia: una abuela, una madre, una niña y un bebé. Y, en el centro de la habitación, vimos una simple mesa con cajones en el centro. Fui yo quien se atrevió a abrir uno de ellos. Allí descubrí un plano de la casa con una equis marcada en el centro. Indicaba el camino hacia un tesoro. Parecía claro que alguien nos quería ayudar a encontrarlo. ¿O no...?

CAPÍTULO 3 (por Benito Olmo)

—Bueno, ya tenemos lo que queríamos. Ya podemos marcharnos.

El Crema apenas podía contener el temblor de su voz. Era el más pequeño de la pandilla y, puede que por eso, también el más prudente. Le llamábamos el Crema porque siempre que iba a la playa se ponía hasta arriba de protección solar.

—No seas gallina —dijo Lola y se colocó bien las gafas para examinar el mapa—. Ya que hemos llegado hasta aquí, tenemos que seguir.

—No sé yo...

Lola fingió no escucharlo y el Crema se pasó una mano por la visera de su eterna gorra, la del Cádiz, que no se quitaba ni para bañarse.

—¿Tú qué piensas, Quique? —me preguntó Margarita.

Se mordía el labio, nerviosa, y me di cuenta de que tenía miedo, pero también de que estaba dispuesta a permanecer a nuestro lado hasta el final. Eso me hizo decidirme.

—Por echar un vistazo no pasa nada.

El Crema me miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera dar crédito, y Lola se encaminó hacia la puerta con el mapa por delante.

—Tenemos que llegar al final del pasillo. Allí están las escaleras que llevan el torreón.

Margarita, el Crema y yo nos miramos en silencio. El torreón. Nunca una simple palabra nos había parecido tan siniestra.

CAPÍTULO 4 (por Amina Ighilkrim Melo)

Llegar al final del pasillo nos pareció un camino eterno. El Crema, Lola, Margarita y yo caminábamos tan juntos que parecía que íbamos abrazados. Las escaleras que llevaban al torreón se presentaban muy oscuras. Curiosamente, encontramos en un mueble un par de linternas. Como si alguien las hubiese colocado para nosotros.

Las escaleras, de madera, crujían a cada paso. Subimos varios escalones hasta que nos dimos de bruces con una pared. Esa escalera no conducía a ningún sitio. Pero yo me fijé en un trozo de cuerda que sobresalía del techo. La señalé con la linterna y Lola se atrevió a tirar de ella. Instantáneamente bajaron unas escaleras acompañadas de un desagradable chirrido y una nube de polvo. Era el acceso a un desván.

Temblábamos de miedo pero estábamos decididos a llegar hasta lo más alto del torreón. Enfilamos las escaleras y entramos más abrazados aún al desván. Todo estaba muy oscuro, las linternas nos dejaban intuir muchas cajas cubiertas de polvo. Moví mi linterna hacia la otra parte del desván y dos ojos desafiantes se iluminaron.

.- ¡Ahhhhh! El fantasma!- Gritamos.

Pero cuando volvimos a mover las linternas, vimos que solo se trataba de unas viejas marionetas. Algunas nos sonaban de algo. Una de ellas sostenía una carta en la mano. La tomé y leí en voz alta...

CAPÍTULO 5 (por Aida Rodríguez Agraso)

“Estimado desconocido: si está leyendo esto, probablemente habré desaparecido. Y habrá llegado hasta aquí movido por los rumores sobre mis riquezas, que calcula no habré podido llevar conmigo allá donde haya ido, vivo o muerto. No sé si sabe que la avaricia solo lleva a pérfidos caminos donde todo se antoja nada en comparación con lo que se quiere tener. Allá usted. Ha osado adentrarse en una casa que, como todas las casas, está llena de secretos. Habrá visto un cuadro al subir, ¿no le ha llamado la atención? Solo mujeres protagonizan esa estampa que quisiera ser hogareña. Nada más lejos de la realidad. Mire en sus ojos. Quizá allí encuentre algo. Pero cuidado: puede que lo que encuentre no sea lo que espera".

El Crema miró a Lola, que volvió la cabeza hacia Margarita y hacia mí, pensando, quizás, que habían hecho en vano el recorrido hasta ese antro macilento, encharcado con un olor a humedad envalentonada, salvaje, que se remetía en los poros como la carcoma en la madera humilde.

-Illo, bueno, vámonos, ¿no?, que estoy acojonao -soltó El Crema, que estaba loco por irse, calándose la gorra del Cádiz.

-¿Aguantará otra vez la escalera de madera? Interrogué con cierto temor...

CAPÍTULO 6 (por José Moreno)

Di algunos pasos hacia la escalera para bajar y plantarme frente a aquel cuadro misterioso del que hablaba la carta pero, al instante, me detuve. Me rasqué la cabeza, me acaricié el mentón. Había algo en todo aquello que me escamaba, una pieza que me chirriaba en aquel galimatías. ¿A cuento de qué iba a dirigirnos ese tipo hacia la resolución del misterio? ¿Y si observar aquellos ojos no era más que un señuelo para que errásemos el tiro? ¿Por qué prefería mantenernos alejados del desván?

Dejándome llevar por mi instinto, di media vuelta y comencé a recorrer la habitación guiado por la luz de la linterna. Tras las cajas polvorientas solo vi trastos viejos y el cadáver de algún bicho muerto, pero un poco más allá, en uno de los rincones, encontré un enorme baúl de madera. Me acerqué hasta él y tanteé la tapa.

-¡Venid aquí, chicos! –grité.

Lola y Margarita se acercaron a mí y entre los tres tratamos de abrirla aunque no conseguimos que se moviera ni un ápice. Llamé al Crema para que se uniera a nosotros pero nadie respondió.

-¿Crema? –repetí.

Nada.

Apunté con mi linterna hacia los títeres y comprobé que nuestro amigo había desaparecido.

CAPÍTULO 7 (por Erasmo Ubera)

El levante se hizo dueño de las corrientes y abrió de golpe la ventana del desván, asustándonos más todavía. Lola bajó corriendo las escaleras, que crujían más que un barco pirata en un temporal. Margarita y yo nos abrazamos. De repente gritó Lola:

-¡¡Quilla, baja para abajo que vas a flipar!!

-¿Qué pasa, Lola? -vociferó Margarita.

-Ven, quilla -insistió Lola.

El ojo de la cerradura del baúl me miraba fijamente, pero sin pensarlo bajé esaescalera que amenazaba ruina. Margarita me siguió, terminando de destrozar el segundo escalón y dejándolo hecho añicos. Mi amiga quedó a merced de una gravedad lunática, cayendo tan lentamente como una pluma. Aterrizó sentada, sin un rasguño, rodeada de trozos de madera carcomida. Margarita se incorporó de su alunizaje con cara de no entiendo nada y fuimos juntos a ver qué pasaba.

La escena era insólita: el Crema miraba hipnotizado el cuadro y Lola lo zamarreaba gritándole 'Crema, Crema'. De repente el óleo cayó al suelo, como cansado de esperar. En la pared quedaron a la vista una llave labrada y una foto. Aunqueamarilleada, la estampa conservaba los retales necesarios para deducir que era el modelo usado por el pintor. Una pulcra caligrafía redondilla anunciaba al pie: "Nacimiento de Soledad De Arrieta Zambrano. 3 de agosto de 1908".

De Arrieta era el quinto apellido del Crema.

CAPÍTULO 8 (por Juan José Téllez)

- De Arrieta, De Arrieta. La piba tenía nombre de futbolista colombiano. Y cara, de estar loca del coño to chica como posturea en el retrato.

Lo soltó Margarita nada más ver la fotografía ocre. A mi se me vinieron a las mientes, en cambio, un bache de ese nombre que regentaban unos amigos navarros de mi abuelo. Al Crema, en cambio, la penumbra se le llenó de sabores: pimientos rellenos de bacalao, alcachofas con almejas, pochas con chistorra, aunque a veces su medio tía abuela le metiera por entremedio chicharrones.

Una prima de mi abuela se llamaba así, de apellido. Una vez me explicó que Arrieta en vasco significa pedregales.

“¿Pedregales? Sería ella la que tiró al mar los bloques del Campo del Sur”, bromeó Margarita, con aquella malange tan suya que le salía de cuando en cuando y yo aprovechaba entonces para meterme con ella y llamarla comparsista.

Hacíamos chistes para quitarnos el canguelo. Pero a Lola le daba, en cambio, por canturrear y no dejaba de repetir “malamente”, con ese deje suyo tan cani, que hace que Rosalía parezca la reina de Inglaterra.

Presencias. Así les llaman en Cuarto Milenio. Y seguían allí, acechándonos entre el polvo, los muebles desvencijados, como fantasmas del pasado que empezaban a robarle el alma al Crema, que soltó de buenas a primeras una de esas frases que te dejan en tenguerengue: “El único tesoro al que puede llevarnos un fantasma es la muerte”. Lola, nerviosa, cantiñeaba ahora “Caleta”, de Antonio Martin. En ese momento, el escalofrío que nos recorrió a todos no era precisamente el de los pelos como escarpias cada vez que desentonábamos ese pasodoble desde el Puente Canal.

CAPÍTULO 9 (por María Alcantarilla)

“A la muerte…”, resonaba en la cabeza de “el Crema”, igual que un eco del pasado, su propia frase. Y, por un segundo, se vio a sí mismo desde una altura suficiente como para hacerse una idea de conjunto: la foto, la llave, Lola, Quique, Margarita, la casa, el barrio, la noche alrededor, como un gato desnudo. Sin embargo, no encajaba. El mapa visual había cambiado con respecto al año, o ¿qué era entonces?, ¿el aspecto de él y sus amigos? Se miró las manos, sacudió fuerte la cabeza, pero nada. Solo un chasquido en el cuello, la queja de un cuerpo volador poco acostumbrado a ser ingrávido. ¿Qué ocurre?, pensó que gritaba. Sin embargo, no había sonido. El ruido de una orquesta lo impedía y, junto a ella, los demás: como en un baile de muertos. Cofias, sombreros de copa, chalecos, corbatas, cintillos, faldones en las chaquetas llenando el espacio con sus vuelos. Volvió a sacudir la cabeza un poco más fuerte pero lo único que consiguió fue marearse, igual que en una barcaza obligada a navegar por mar abierto. ¡¿Qué es todo esto?!, insistió con una voz que seguía quedándose callada. Aleteó en el aire con ambos brazos y, al mirar hacia abajo con cierto vértigo advirtió que, quien bailaba a sus pies, era la misma mujer de la fotografía.

Y ahora llega el turno del décimo y último capítulo. Lo ha escrito el escritor jiennense afincado en Cádiz, Jesús Maeso de la Torre. Le pone voz Juan Ochoa. La ilustración es de Benítez Gabriel.

El viejo salón, como escapado del pozo del tiempo, se convirtió inesperadamente en un aposento de baile lleno de espejos. Estaba iluminado de una luz ambarina, fantasmal y azulada, y los cuatro intrusos se quedaron boquiabiertos, inmóviles, como transportados a otro mundo. La madre, la hija y la niña, surgieron del cuadro vestidas para un baile de disfraces.

De repente aparecieron otros invitados también fantasmagóricos, la mayoría diputados liberales de las Cortes, junto a otras jóvenes y caballeros gaditanos, que se disponían a disfrutar de una velada terrenal que los había traslado desde el túnel del tiempo. Sonó la sonrisa contagiosa de las mujeres del cuadro y su perfume de gardenias inundó la casa.

Las dos damas llevaban en la mano antifaces, un pañuelo con perfume y un abanico de nácar. Se ataviaban elegantemente con vestidos de batista e iban envueltas en un chal de muselina estilo Josefina, a juego con unos guantes del mismo tono que le llegaban hasta el codo.

Provocaban la admiración de los fantasmas y de los cuatro perplejos jóvenes, que asistían a una representación del más allá sin aliento, asustados y pávidos. El lugar se había convertido en un estallido de escotes, monóculos, levitas, rasos, sedas, máscaras venecianas, casacas y sombreros de copa.

El aire exhalaba una poderosa mezcla a esencias, a vino dulce, a café, a chocolate, a perfumes de damas, al aceite balsámico de las lámparas de araña y a la cera fundía de los flameros. Y una portentosa atmósfera envolvía a los invitados, lo más granado de la sociedad gaditana, quienes, al ir embozados en sus máscaras y antifaces, no se les conocía.

De repente llamó la atención de los osados intrusos un personaje espectral vestido de diablo, que invitó a las damas a bailar un minué. La vieja casa se había convertido en una catedral pagana y deslumbrante, donde el oro de los marcos, el reflejo de los espejos reclamados y el brillo de los cristales de las luces lo poblaban de reflejos caprichosos, en un espectáculo de lujo y magia.

El reloj del gran salón marcó una hora imprecisa y el leviatán no tardó en aparecer ante los ojos de los cuatro muchachos, con un tridente en las manos y con la cara tapada con una máscara del Satán de los infiernos, que intimidaba.

Viendo que el belcebú se tocaba uno de los cuernecillos, los jóvenes, dieron un respingo como picados por un alacrán y dieron un paso atrás desconcertados y atenazados por el pánico.

—¿Os abrasáis con las llamas del dulce diablo?—preguntó.

—¿?—no contestaron, inmersos en el pavor.

—Nos queda poco tiempo. El prodigioso sortilegio se acaba. Y este es mi regalo y el de las damas del cuadro para quienes han resuelto el enigma. Sus almas ya podrán disfrutar de la eternidad suprema—reveló irónico.

De repente, todo desapareció, volviendo a su estado original. Encima del baúl el demonio había dejado una soberbia perla de tamaño descomunal, con un lacónico mensaje:

—“Esta perla, de un valor incalculable, se llama: El Perfume de las Princesas, pues perteneció a las hijas de los reyes. Quien la posea, alcanzará la felicidad eterna.

Un tufillo a azufre había quedado flotando en el aire.

 

Pedro Espinosa

Pedro Espinosa

En Radio Cádiz desde 2001. Director de contenidos de la veterana emisora gaditana. Autor del podcast...

 
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