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Medias noches en el Falla

El público gaditano perdona 'El Funeral' y ovaciona a Concha Velasco en su regreso a Cádiz

Concha Velasco y Jordi Rebellón, en una de las escenas de 'El Funeral' / Pentación Espectáculos

Concha Velasco y Jordi Rebellón, en una de las escenas de 'El Funeral'

Cádiz

Concha Velasco es una diosa. A sus 80 años sigue impregnada de ese halo especial de las grandes estrellas que la hará eterna. En su última obra, El Funeral, su persona se transmuta en personaje: la diva Lucrecia Conti, tan amada, tan admirada, y tan querida, que, cuando muere, el Ministerio de Cultura le organiza un velatorio en uno de los teatros más importantes de España, en este caso, en el Teatro Falla de Cádiz. Y, de pronto, su fantasma aparece para sorpresa de su familia y ese funeral acabará convirtiéndose en un enorme absurdo, en un alocado caos televisado, donde lo que menos importa es quién descansa en el transparente féretro.

De eso habla El funeral: de lo efímero de la vida, de la vacuidad de la muerte, del vodevil de los homenajes póstumos, de lo esperpéntico de nuestra propia existencia que hasta la más grande y querida de las estrellas acabará apagándose como todos los demás. Y la obra se ríe de todo eso. Propone encarar el inevitable adiós desde el humor, desde la tranquilidad de la resignación, desde la simpleza de asumir que la vida tiene un final. No se disimula en ningún momento que Lucrecia Conti es la historia de Concha Velasco. No ha tenido que ser fácil para el autor, Manuel M. Velasco, imaginar cómo sería la muerte de su propia madre y quizá lo mejor de todo este proyecto sea esa apuesta por restarle profundidad a la muerte, jugar con la banalidad frente a una pomposa trascendencia. "Nadie se va del todo para siempre", dice Lucrecia Conti como remate.

El funeral llegó a Cádiz precedida de pésimas críticas y, además, con una Concha Velasco convaleciente por una vacuna de la gripe de severos efectos, que le afectó durante toda la obra. Lo contó la propia actriz al público del Falla. No pudo hacer la entrada triunfal por el patio de butacas y se tuvo que sentar en varias ocasiones. Concha es tan grande que hizo de estas dificultades una virtud. En alguna escena improvisada jugó a reclamar unas muletas, que terminó rechazando. "Me encantaría tener unas muletas, pero hago de muerta y no puedo", le respondió a un señor del patio de butacas que se las ofrecía. Su esfuerzo sobre el escenario se notó. Su voz y sus piernas resistieron hasta el final. Así son las grandes, las que hacen que el espectáculo continúe siempre.

Todo lo demás es un auténtico despropósito y hay como una plena consciencia de ello. La obra es una sucesión de escenas deslavazadas que no sirven para avanzar la trama ni explicar a los personajes. Para ir acompasados con la calidad del texto, la música o los efectos sonoros, que buscan reforzar momentos de sustos o grandiosidad, solo producen malestar y dolor de cabeza.

Los actores hacen lo que pueden. Ana Mayo e Irene Gamell interpretan a las nietas de la difunta, y Emmanuel Medina, a un posible primo. Jordi Rebellón asume el papel de Luján, el codicioso representante de la diva. Los cuatro deambulan de un lado a otro sin mucho tino, como asumiendo la derrota casi desde el inicio. Hay pretensión de acercarse a Wilder o a los hermanos Marx, pero la brocha gorda con la que están descritos los personajes les acerca más a las matrimoniadas que salían en los programas de José Luis Moreno.

Hay aspiración de buscar el absurdo. Quiere ser una comedia banal, pero no hace reír. Incomodan los chistes malos y abochornan los juegos de palabras. Los continuos guiños a referencias televisivas buscan a la desesperada la conexión con el público que la trama no logra. Un ejemplo: cuando al personaje de Jordi Rebollón, que hace de mánager, le ofrecen contratar a su cliente para nuevos programas de televisión como Muertochef VIP, La Voz de Ultratumba, Saber y Palmar o Ahora Caigo Muerta. Ese es el nivel. El vacío argumental se rellena con innecesarias y mal ejecutadas proyecciones televisivas, como las del programa de Andreu Buenafuente.

Concha Velasco no merecía esta obra, tampoco el teatro gaditano. Hay un momento, quizá uno de los más grotescos, en el que los actores se ponen a repartir bocadillos por el patio de butacas. No pudo haber mejor metáfora: en un teatro que debía estar reservado a alta cocina se sirvieron ayer medias noches.

Si la gente no sale despavorida del teatro o reclama su dinero es porque está Concha Velasco. Lo mejor de la obra es cuando la actriz pasa olímpicamente de su personaje y se pone a improvisar. Contó lo que le gustaba comer en El Faro o el homenaje que le dio el FIT hace unos años. Cine de Barrio, el programa televisivo que recuerda a las grandes estrellas españolas del séptimo arte, aprovechó la función para grabar un homenaje a Concha Velasco en su 80 cumpleaños. Por eso, al final de la obra cantó por Augusto Algueró. "Ya he cumplido los 80 y me siento muy contenta. Lo conseguí".

Fue cuando más aplaudió un amable y respetuoso Falla, que se volcó con la actriz. Ella lo agradeció siendo ella misma, despojándose del personaje, sabedora de que era aplaudida, no por esta obra, sino por tantos hermosos e intensos textos en interpretaciones cuyo eco aún resuena en el Falla. Pidió dos años más de vida. "Dos aunque sean", dejando entrever alguna cuenta pendiente sobre los escenarios. Y tuvo tiempo para pedir diálogo en el conflicto catalán. "Aquí hay dos actrices catalanas, que lo están pasando mal. Estamos en Cádiz, donde se aprobó la primera constitución". Un buen sitio, dijo, para reclamar entendimiento. Palabra de una diosa.

Pedro Espinosa

Pedro Espinosa

En Radio Cádiz desde 2001. Director de contenidos de la veterana emisora gaditana. Autor del podcast...

 
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